Promover una tarifación responsable de la energía, Por Christine Lagarde, Directora Gerente del Fondo Monetario Internacional

31 de julio de 2014

Por Christine Lagarde
Directora Gerente del Fondo Monetario Internacional
Centro para el Desarrollo Mundial, 31 de julio de 2014

Texto preparado para la intervención

¡Buenos días!

Es un placer regresar al Centro para el Desarrollo Mundial; desearía manifestarles mi agradecimiento especialmente a Nancy Birdsall y a Lawrence MacDonald por la cálida bienvenida.

Todos sabemos que este Centro aúna una imponente riqueza intelectual con un profundo interés en los más pobres del mundo. Es un indispensable agente del desarrollo económico. Muchas gracias, Nancy, Lawrence y todos sus colegas, por todo lo que hacen.

Como quizá recuerden algunos, la última vez que estuve aquí fue hace dos años, en vísperas de la conferencia Rio+20 sobre desarrollo sostenible. En ese momento, hablé de la senda hacia un futuro sostenible, que nos exigiría superar una crisis triple: una crisis económica, una crisis social y una crisis ambiental.

Hoy quiero centrarme en la tercera de esas dimensiones: la crisis ambiental, que se perfila como una de las peores crisis que enfrentan nuestra generación y nuestro siglo. Es también la vara con que nos medirán las generaciones futuras.

Si nos quedamos cruzados de brazos, tendremos por delante un futuro sin duda sombrío. Nuestro destino se derretirá con los hielos, se evaporará como el agua bajo un sol inmisericorde y será tan inalcanzable como la arena en una tormenta en el desierto. Y los más pobres y más vulnerables del planeta serán las primeras víctimas.

Obviamente, esa alternativa sencillamente no se plantea. Evitar que estos graves peligros para el medio ambiente se hagan realidad es una tarea impostergable, que indudablemente exige que comunidad internacional aúne esfuerzos. Pero al mismo tiempo hay mucho que los países pueden y deben hacer por su cuenta, y de eso quiero hablarles hoy.

¿Qué papel le toca al FMI en todo esto? Hace dos años, me comprometí a que el FMI trabajaría intensamente para ofrecer pautas prácticas —una especie de “caja de herramientas”— que ayuden a nuestros miembros a establecer una tarifación responsable de la energía.

Hoy, ese compromiso se hace realidad, en forma de un libro nuevo: Getting Energy Prices Right: From Principle to Practice [“Dar con los precios justos de la energía: De la teoría a la práctica”]. Se trata, en efecto, de la caja de herramientas prometida.

En ese contexto, esta mañana querría hablar de tres cosas:

  • Primero, por qué le importan tanto al FMI los temas ambientales, sobre todo los relacionados con la producción y el uso de la energía.

  • Segundo, a qué nos referimos al hablar de una tarifación “responsable” de la energía.

  • Y tercero, cómo pasar de la teoría a la práctica.

Los temas ambientales y el FMI

Antes que nada, ¿por qué le importa el medio ambiente al FMI? La razón es sencilla: el deterioro ambiental acarrea un deterioro económico. El daño ambiental tiene implicaciones macroeconómicas e implicaciones para la formulación y el impacto de la política fiscal.

De modo que si el daño ambiental es crítico para la macroeconomía, debe ser crítico para nuestra misión.

Ahora sabemos que los combustibles fósiles son una espada económica de doble filo. Sin duda alguna, la mejora sin precedentes que han experimentado los niveles de vida internacionales durante el último siglo no habría sido posible sin la energía producida por estos combustibles.

Pero parecemos haber perdido parte de la sabiduría antigua sobre el equilibrio y la moderación.

Porque aunque el mundo se enriqueció gracias a la expansión económica alimentada por la energía, no fue sino hasta hace poco que tomamos plena conciencia del daño hecho a nuestros preciosos —e irreemplazables— recursos naturales.

Pensemos en el aumento cada vez más veloz de las concentraciones atmosféricas de gases de efecto invernadero, que, de acuerdo con la última evaluación del Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático, calentará el planeta entre 3 y 4 grados Celsius para 2100 a menos que lancemos políticas de respuesta contundentes.

Pensemos también en la contaminación atmosférica, causada principalmente por los combustibles fósiles que quemamos. Según la Organización Mundial de la Salud, causa de por sí 3,2 millones de muertes prematuras al año. Entre tanto, el resultado del continuo aumento del tráfico de vehículos son cada vez más horas productivas sacrificadas en la congestión diaria.

¿Qué podemos hacer? Obviamente, no podemos retroceder a los tiempos previos a la revolución industrial: eso sería tan imposible como desaconsejable. La única solución viable es que las autoridades protejan el medio ambiente en lugar de saquearlo, que salvaguarden nuestros preciosos recursos en lugar de sabotearlos.

Como dijo el poeta estadounidense Wendell Berry, “nuestra única esperanza legítima de supervivencia está en valorar lo que queda de la Tierra y en velar por que se renueve”.

Pero a veces los poetas necesitan ayuda, en forma de asesoramiento claro, eficaz y práctico sobre cómo hacer ambas cosas.

Como todos sabemos, no existe una solución sencilla. La protección del medio ambiente depende de una multitud de elementos activos: investigación y desarrollo, modernización de la infraestructura de los sistemas de energía y transporte, y regímenes tributarios y regulatorios adecuados para las industrias extractivas.

Pero, en medio de todo esto, la política fiscal debe ocupar un lugar central. El concepto es simple: los precios justos dan buen resultado. Hay que asegurarse de que los precios reflejen no solo los costos del suministro energético, sino también los efectos colaterales ambientales.

Esto me lleva al principal punto de entrada para el FMI.

Ya hemos trabajado en este campo. Por ejemplo, hemos insistido mucho en la eliminación de los subsidios energéticos, que, como señalaron los estudios del FMI publicados el año pasado, son malos para el planeta, malos para la economía, malos para el presupuesto y malos para la igualdad social.

Pero tenemos que ir más allá de la eliminación de los subsidios directos en efectivo, y asegurarnos de que los sistemas de tributación de la energía en el mundo entero reflejen debidamente los efectos colaterales ambientales.

Hay un aspecto que quiero dejar perfectamente en claro: en general, nos estamos refiriendo a una tributación más inteligente, no a una tributación más pesada. Eso significa recalibrar los sistemas tributarios para alcanzar los objetivos fiscales con más eficiencia, siendo su expresión más obvia el uso de esos fondos para recortar otros impuestos onerosos. Obviamente, el ingreso generado por los impuestos sobre la energía también podría destinarse a la reducción de la deuda pública.

Este tipo de reorientación de la tributación tendría efectos económicos adversos limitados: lo que se pretende es recaudar ingresos fiscales de una manera que permita que la economía funcione mejor al corregir las fallas del mercado.

Naturalmente, la tributación de la energía no es la única vía. Indudablemente, hay otras alternativas buenas, como los programas que les permiten a los gobiernos vender derechos a contaminar. Las bolsas de bonos de carbono existen desde hace años y, si están bien organizadas, pueden ser una alternativa muy razonable para alcanzar el mismo objetivo.

¿Qué significa la tarifación responsable de la energía?

Pasando al segundo aspecto que deseo abordar: ¿cómo pueden diseñar las autoridades una tarifación responsable de la energía?

Usar instrumentos fiscales para plasmar el daño ambiental en los precios de la energía no es difícil. Es cuestión de usar principios tributarios básicos o, en realidad, simplemente usar el sentido común. Los dos componentes principales son la base tributaria correcta y la tasa impositiva correcta.

Es crítico determinar con cuidado la fuente del daño ambiental. Esto significa, por ejemplo, cerciorarse de que los cargos aplicados a los diferentes combustibles sean proporcionales a las emisiones generadas con esos combustibles. De esa manera obtenemos los precios relativos correctos de los combustibles sucios, intermedios y limpios, e incluimos correctamente el daño ambiental en los precios de la energía.

A su vez, eso alienta a la gente a optar por la alternativa verde en todo el espectro del uso de la energía: las centrales generadoras de electricidad pasan a usar combustibles menos contaminantes o instalan tecnologías de control de emisiones; y los hogares usan menos el auto o reemplazan los vehículos o los electrodomésticos con versiones de consumo más eficiente.

Usar un instrumento fiscal único, que esté focalizado en una determinada fuente de daño ambiental, es tanto eficaz como administrativamente simple. Es mejor que depender de un mosaico de políticas no coordinadas, como decirles a algunos fabricantes que instalen ciertas tecnologías de control, exigirles a otros que usen ciertos combustibles o recompensar a los hogares por comprar ciertos vehículos.

En otras palabras, podemos promover los mismos tipos de comportamiento virtuoso usando una herramienta mucho más sencilla: un instrumento fiscal único. Y una vez que fijemos debidamente el precio de las cosas malas, no tendremos que preocuparnos tanto por subsidiar las buenas, como la energía renovable.

Una vez que sabemos qué tributar, el siguiente paso lógico es determinar cuánto tributar. Nuevamente, esto en teoría es algo sencillo. Alinear las tasas impositivas con el daño ambiental representa un mecanismo de control y equilibrio automático.

Si los impuestos son demasiado bajos, no ocurrirán muchos cambios socialmente aconsejables en la producción y el uso de la energía, y se resentirá el medio ambiente. Si son demasiado altos, los costos de producción energética serán excesivos, y se resentirá la economía.

Se trata de un equilibrio delicado, pero muy importante. Lograrlo requiere que las autoridades tomen conciencia de la magnitud del daño ambiental y lo que ello implica en términos de sistemas adecuados de tributación de la energía.

Pasar de la teoría a la práctica

Esto me lleva a la tercera idea: pasar de la teoría a la práctica. De eso se trata precisamente el nuevo libro del FMI, de brindar pautas prácticas para que las autoridades puedan “dar con el precio justo”.

La contribución excepcional de esta obra —la caja de herramientas— es que presenta una metodología práctica para cuantificar el daño ambiental en países desarrollados y en desarrollo por igual. Muestra lo que implica este daño para la tributación adecuada de la energía y los beneficios que se obtienen al reformar las políticas.

Permítanme hacer una salvedad obvia pero importante. Existen mucha polémica y dudas en torno a la medición del daño ambiental; por ejemplo, en cuanto a ponerle un precio al calentamiento global futuro o las vidas que puede salvar la reducción de la contaminación. Se pueden usar muchos valores plausibles para estos factores, pero no le corresponde al FMI decirles a los gobiernos qué supuesto tomar con respecto a este tema.

El libro ofrece más bien un marco para comprender los temas, los factores clave que determinan el daño ambiental. Presenta estimaciones de los niveles de tributación necesarios para incorporar los costos ambientales a los precios del carbón, el gas natural, la gasolina y el diésel en más de 150 países. Está acompañado en Internet de hojas de cálculo que grafican las implicaciones de los distintos supuestos asignados a estos factores.

Nuestra contribución pretende informar el debate, dejar en claro las implicaciones de los distintos supuestos para la formulación de políticas, y fijar un parámetro de referencia para evaluar otras políticas —menos eficientes—, de modo que las autoridades puedan comprender los pros y los contras.

Esta no es ocasión para entrar en un análisis técnico de cómo medir conceptos como las muertes ocasionadas por la contaminación atmosférica ni los costos de la congestión del tráfico: ¡para eso tendrán que leer el libro!

En lugar de los tecnicismos, permítanme mencionar otro aspecto importante: hasta qué punto la energía parece estar mal tarifada en la actualidad, según nuestra evaluación.

Tomemos el ejemplo del carbón. Es prácticamente el más sucio de todos los combustibles, pero casi ningún país somete su uso a un impuesto significativo. Nuestro estudio sugiere que para reflejar apenas los daños causados por las emisiones de dióxido de carbono, un cargo razonable ascendería en promedio a alrededor de dos tercios del actual precio internacional del carbón. En los países donde mucha gente se encuentra expuesta a la contaminación atmosférica, el cargo debería ser más alto, e incluso en algunos casos varias veces más alto.

¿Y los combustibles para automotores? En ese caso, hay que tener en cuenta numerosos costos: los daños obvios por emisión de dióxido de carbono y por contaminación atmosférica, y también los costos relacionados con la congestión y el riesgo de accidentes de tráfico adicionales. Si todos estos costos estuvieran reflejados en los impuestos sobre la gasolina y el diésel, los cargos serían sustanciales en los países desarrollados y en desarrollo.

Algunos países ya están a la vanguardia. Muchos países europeos, por ejemplo, ya tributan los combustibles a niveles que parecen generalmente proporcionales al daño que causan. Para ellos, la cuestión más importante de cara al futuro será la combinación adecuada entre impuestos tradicionales sobre los combustibles y enfoques más novedosos, tales como cargos por kilómetro recorrido por carreteras muy transitadas en horas pico a fin de hacer frente a la congestión.

También debemos asegurarnos de que estén protegidos los hogares más pobres y más vulnerables. Pero no nos engañemos: mantener artificialmente bajos los precios de la energía no es una manera de ayudar a los pobres. En lo que las autoridades deben centrarse es en la equidad global del sistema tributario, asegurándose de que todos tengan acceso a un nivel decente de atención de la salud, educación y prestaciones sociales.

Avanzar en la reforma de precios de la energía quizá no resulte fácil, pero ciertamente valdrá la pena, y rendirá frutos con creces, entre ellos tres: salvar vidas, salvar el planeta y salvar el presupuesto. Por ejemplo, según nuestras estimaciones, estas políticas reducen las muertes vinculadas a la contaminación producida por combustibles fósiles en 63%, recortan las emisiones de dióxido de carbono en 23% e incrementan el ingreso en 2,6% del PIB.

Mirado así, el tema cobra urgencia. Efectivamente, necesitamos cooperación internacional para superar retos mundiales como el cambio climático. Por eso respaldamos plenamente los esfuerzos internacionales que se están haciendo por promover las políticas de mitigación del cambio climático. Pero eso está resultando difícil porque los costos de actuar son claros y recaen en las comunidades locales, en tanto que los beneficios son a más largo plazo y están dispersos por el mundo entero.

Pero esto no es excusa para que los países se queden cruzados de brazos. Como acabo de mostrar, hay mucho que los países pueden hacer individualmente para proteger el medio ambiente, protegiendo sus propios intereses nacionales. Si todo el mundo limpia su barrio, el planeta entero lucirá mucho mejor.

Conclusión

Desearía concluir aquí. No esperamos que la reforma de los precios de la energía ocurra de la noche a la mañana. Deberemos lograr que la gente comprenda por qué los precios de los combustibles deberán ser sustancial e inevitablemente más altos para hacer frente a los crecientes retos ambientales.

Pero como dijo Nelson Mandela: “Siempre parece imposible hasta que se hace”. Así que hagámoslo, a nivel nacional y a nivel mundial. Sabemos adónde vamos y cómo llegar: pongámonos en marcha.

Les prometo que el FMI ayudará a los países a avanzar, con su asesoramiento en materia de políticas y, para los países que lo soliciten, su asistencia técnica. Esta es una misión común.

Muchas gracias.

DEPARTAMENTO DE COMUNICACIONES DEL FMI

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