Inclusión económica e integridad financiera: Discurso pronunciado ante la Conferencia para un Capitalismo Inclusivo, por Christine Lagarde, Directora Gerente del Fondo Monetario Internacional

27 de mayo de 2014

por Christine Lagarde
Directora Gerente del Fondo Monetario Internacional
Londres, 27 de mayo de 2014

Texto preparado para la intervención

Buenos días. Es un gran privilegio encontrarme aquí ante tan ilustres invitados para analizar este tema tan importante.

Desearía expresar mi agradecimiento a Lady Lynn de Rothschild y a la Iniciativa para un Capitalismo Inclusivo por organizar este evento. También quisiera destacar la presencia aquí de los grandes líderes de la sociedad civil: Su Alteza Real el Príncipe de Gales; el Presidente Clinton, y Fiona Woolf, Alcaldesa de la City.

Nos hemos reunido hoy aquí para hablar del “capitalismo inclusivo”, un tema que seguramente sugirió Lynn. Pero, ¿qué significa? Al plantearme cómo responder a esta pregunta, he recurrido a la etimología y a la historia.

El término capitalismo proviene de la palabra caput en latín, cabezas de ganado, y se refiere a las posesiones. La palabra capital se utiliza en el siglo XII y se refiere al uso de fondos. El término “capitalismo” es utilizado por primera vez en 1854 por un inglés, el novelista William Thackeray, para referirse simplemente a la propiedad privada del dinero.

La consagración del capitalismo se produce durante el siglo XIX. Con la revolución industrial aparece Carlos Marx, quien centró su atención en la apropiación de los medios de producción y predijo que el capitalismo, con sus excesos, llevaba las semillas de su propia destrucción; la acumulación del capital en manos de unos pocos, concentrados primordialmente en la acumulación de beneficios, llevaría a grandes conflictos y crisis cíclicas.

Por lo tanto, ¿es el “capitalismo inclusivo” un concepto contradictorio? o ¿es la respuesta, ante esa funesta predicción de Marx, que llevará a que el capitalismo sobreviva y se regenere, para convertirse verdaderamente en el motor de una prosperidad compartida?

En este caso, ¿cuáles serían los atributos del capitalismo inclusivo? Confianza, oportunidad, beneficios para todos dentro de una economía de mercado, que permita que todos y cada uno desarrollen plenamente sus talentos. Esa es la idea.

Más recientemente, sin embargo, el capitalismo se ha caracterizado por “el exceso”, en la toma de riesgos, el apalancamiento, la opacidad, la complejidad y las remuneraciones. Provocó una destrucción masiva del valor. También se ha asociado a los altos niveles de desempleo, y todo esto ha ocurrido después de la Gran Recesión.

Una de las principales víctimas fue la confianza en los líderes, en las instituciones y el propio sistema de mercado. Según la última encuesta realizada por Edelman Trust Barometer, por ejemplo, menos de una quinta parte de las personas encuestadas consideran que los gobiernos o dirigentes empresariales dirían la verdad sobre una cuestión importante.

Esto es una señal de alerta. La confianza es la esencia de la economía empresarial moderna. Sin embargo, en un mundo que está más interconectado que nunca, la confianza es más difícil de ganar y más fácil de perder. Como dicen los belgas: “la confianza se va a caballo y vuelve andando”.

Por lo tanto, la pregunta fundamental es la siguiente: ¿Cómo podemos recuperar y mantener la confianza? Ante todo, asegurándonos de que el crecimiento sea más inclusivo y que las reglas del juego sean las mismas para todos, favoreciendo a la mayoría, y no solo a unos pocos; premiando una participación amplia frente al clientelismo limitado.

Cuando logremos un capitalismo más inclusivo, lograremos un capitalismo más eficaz, y posiblemente más sostenible. Pero aun cuando el capitalismo inclusivo no es un concepto contradictorio, tampoco es intuitivo, y es más una búsqueda constante que una meta final.

Me referiré ahora a dos dimensiones importantes de esta búsqueda: más inclusión en el crecimiento económico y más integridad del sistema financiero.

Inclusión en el crecimiento económico

Comenzaré por la inclusión económica. Uno de los temas económicos más importantes de nuestro tiempo es el aumento de la desigualdad del ingreso, y la oscura sombra que esto arroja sobre la economía mundial.

Los datos son conocidos. Desde 1980, el 1% más rico de la población aumentó su participación en el ingreso en 24 de los 26 países sobre los que disponemos de datos.

En Estados Unidos, la participación en el ingreso del 1% más rico se ha duplicado con creces desde los años ochenta, volviendo al nivel en el que se encontraba antes del comienzo de la Gran Depresión. También en el Reino Unido, Francia y Alemania, la proporción del capital privado en el ingreso nacional vuelve a estar en niveles registrados por última vez hace casi un siglo.

Las 85 personas más ricas en el mundo, que cabrían cómodamente en un autobús de dos pisos, controlan la misma cantidad de bienes que la mitad más pobre de la población mundial, es decir, 3.500 millones de personas.

Con datos como estos, no es de extrañar que el aumento de la desigualdad sea uno de los temas principales de la agenda; no solo entre los grupos que normalmente se centran en la justicia social, sino también cada vez más entre los políticos, las autoridades de bancos centrales y los dirigentes empresariales.

Muchos argumentarán, sin embargo, que deberíamos centrarnos, en definitiva, en la igualdad de oportunidades, y no en la igualdad de resultados. El problema está en que las oportunidades no son iguales para todos. El dinero siempre comprará, por ejemplo, una educación y una salud de mejor calidad. Pero debido a los actuales niveles de desigualdad, demasiadas personas en demasiados países solo tienen el acceso más básico a estos servicios, si es que lo tienen. La evidencia también muestra que la movilidad social se ve más limitada en sociedades menos iguales.

Esencialmente, cuando la desigualdad es excesiva, el capitalismo es menos inclusivo. Impide a las personas participar y desarrollar plenamente su potencial.

La disparidad también causa división. En sociedades más excesivamente desiguales es más probable que se erosionen los principios de solidaridad y reciprocidad que unen a las sociedades. La historia nos enseña que la democracia comienza a debilitarse en los extremos cuando las batallas políticas separan a los que tienen de los que no tienen.

Una mayor concentración de la riqueza —sin ningún tipo de control— podría incluso socavar los principios de la meritocracia y la democracia. Esto podría minar el principio de la igualdad de derechos proclamado en la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948.

Hace poco el Papa Francisco planteó esta cuestión con mucha claridad cuando se refirió a la creciente desigualdad como “el origen de todos los males sociales”.

Por lo tanto, no es de sorprender que en un estudio del FMI, en el que se analiza la evolución de 173 países a lo largo de los últimos 50 años, se observe que los países más desiguales tienden a registrar un crecimiento económico más bajo y menos sostenido.

Tenemos el diagnóstico. Ahora bien, ¿qué puede hacerse al respecto? También hemos trabajado en estos temas recientemente. Nos hemos centrado en la dimensión de la política fiscal, que forma parte de las actividades principales del FMI. Observamos que, en general, las políticas fiscales son eficaces para reducir las desigualdades sociales; por ejemplo, las transferencias y los impuestos sobre la renta han permitido reducir la desigualdad aproximadamente en un tercio, en promedio, en las economías avanzadas.

Pero es un tema complejo y las decisiones de política deben tomarse cuidadosamente. La disciplina fiscal suele ser la primera víctima en el campo de batalla político, y naturalmente debemos tomar medidas que generen el mayor beneficio y causen el menor daño posible.

Algunas opciones que podrían ser beneficiosas son las siguientes: imprimir más progresividad al régimen de tributación de la renta sin ser excesivo; hacer un mayor uso de los impuestos sobre la propiedad; ampliar el acceso a la educación y la salud, y apoyarse más en programas activos en los mercados laborales y en prestaciones sociales vinculadas al empleo.

Pero debemos reconocer que no es fácil reducir la desigualdad. Las políticas redistributivas siempre tienen sus beneficiarios y arrastran sus perdedores. Sin embargo, si queremos que el capitalismo cumpla su tarea —permitiendo que el mayor número de personas posible participe y se beneficie de la economía— debe ser más inclusivo. Esto significa abordar la disparidad extrema de los ingresos.

Integridad del sistema financiero

Permítanme ahora referirme a la segunda dimensión del capitalismo inclusivo: la integridad del sistema financiero.

En esta época de menor confianza, el sector financiero se sitúa en el último lugar en las encuestas de opinión. Esto quizá no debería sorprender a la luz de algunos de los comportamientos que provocaron la crisis financiera mundial. Aún así, es inquietante; como muchos han indicado, la propia palabra crédito se deriva del término confianza en latín.

Todos conocemos los factores que dieron lugar a la crisis: un sector financiero que casi se derrumbó a causa de los excesos. Un sector que, como Ícaro, cegado por su orgullo, voló demasiado cerca del sol y luego cayó a la Tierra, llevándose por delante a la economía mundial.

Podemos encontrar la causa de estos problemas en la evolución del sector financiero antes de la crisis. Se permitió a los agentes financieros asumir riesgos excesivos, provocando una situación en la que las ganancias positivas fueron hacia la industria, mientras que las pérdidas negativas fueron absorbidas por el público.

Algunos de los mayores problemas, que todavía están pendientes, tuvieron su origen en las denominadas empresas “demasiado grandes para permitir su quiebra”. En la década anterior a la crisis, los balances de los bancos más grandes del mundo aumentaron entre el doble y el cuádruple. Al aumentar su tamaño, también aumentó el riesgo, en forma de un menor nivel de capital, financiamiento menos estable, mayor complejidad y mayor volumen de transacciones.

Este tipo de capitalismo era más extractivo que inclusivo. El tamaño y la complejidad de los megabancos suponían, en cierto modo, que estas instituciones podían atar a las autoridades económicas de pies y manos. El subsidio implícito que obtuvieron estas instituciones por ser “demasiado grandes para permitir su quiebra” se derivó de su capacidad de obtener préstamos más baratos que los bancos más pequeños, aumentando el riesgo y obstaculizando la competencia.

Completar el programa de reformas financieras

Afortunadamente, la crisis ha impulsado una corrección importante del rumbo que hay que seguir, con el entendido de que el verdadero papel del sector financiero es prestar servicio a la economía, y no gobernarla. Su verdadera función es beneficiar a las personas, especialmente financiando la inversión y, por lo tanto, fomentando la creación de empleo y el crecimiento.

Como dijo Winston Churchill: “Preferiría ver al ámbito financiero menos orgulloso y a la industria más satisfecha”.

La buena noticia es que la comunidad internacional ha avanzado en el programa de reforma, especialmente los realizados en el ámbito de la regulación bancaria bajo los auspicios del Comité de Basilea para reforzar los requisitos de capital y liquidez. Esto contribuirá a establecer un sistema más seguro, más sólido y más orientado a los servicios.

La mala noticia es que estos avances son aún demasiado lentos, y la meta aún está demasiado lejos. Esto se debe en parte a la gran complejidad de la tarea que nos ocupa. Sin embargo, debemos reconocer que también es el resultado de las fuertes presiones del sector y del cansancio que uno acaba sintiendo al llegar a este punto en una larga carrera.

Existe el gran problema de las instituciones demasiado grandes para permitir su quiebra que aún no se ha resuelto. Un reciente estudio preparado por el personal técnico del FMI muestra que estos bancos todavía son una fuente importante de riesgo sistémico. El subsidio implícito a estos bancos aún se mantiene fuerte y representa alrededor de US$70.000 millones en Estados Unidos, y hasta US$300.000 millones en la zona del euro.

Por lo tanto, está claro que acabar con el problema de las entidades demasiado grandes para quebrar debe ser una prioridad. Esto significa que necesitamos una regulación más firme y una supervisión más estricta. En este ámbito, considero que los nuevos requisitos adicionales de capital para los bancos sistémicos pueden funcionar. Según nuestras estimaciones, elevar el coeficiente de capital de estos bancos en 2½%, por encima de lo exigido en las normas de Basilea III, podría reducir en una cuarta parte el riesgo sistémico de un banco de un billón de dólares. Se trata de una cifra muy importante.

Sin embargo, el problema no desaparecerá si no se toman medidas para reducir el potencial de contagio. El tema principal de la agenda debería ser llegar a un acuerdo sobre la resolución transfronteriza de los megabancos en el que se establezca un marco que permita disolver estas entidades de manera ordenada en caso de quiebra. Se trata de un vacío enorme en la arquitectura financiera, y esto exigirá que los países pongan el bien común internacional de la estabilidad financiera por delante de sus intereses más locales.

Y no debemos darnos por vencidos solo porque es difícil. A este respecto viene a colación la cita famosa de John Fitzgerald Kennedy: “Elegimos ir a la luna no porque sea fácil sino porque es difícil”.

También necesitamos impulsar con más vigor el resto del programa de reformas, mejorando la regulación de las entidades no bancarias, reforzando la supervisión de la banca paralela y aumentando la seguridad y transparencia de los derivados, ámbito que sigue siendo excesivamente oscuro y complejo. También en este caso, para reducir el riesgo de contagio, me gustaría ser testigo de avances mucho mayores en cuestiones transfronterizas, por ejemplo, en el reconocimiento mutuo de las normas para los mercados de derivados.

Como dijimos, es una cuestión compleja, y debemos ser conscientes de los riesgos que podrían generar una fragmentación del sistema financiero mundial y obstaculizar el flujo de crédito para financiar la inversión. Pero la complejidad no es una excusa para la complacencia y la demora.

Cambiar el comportamiento y la cultura

Además de mejorar la regulación, necesitamos reforzar la supervisión. La eficacia de las normas depende de su implementación. Esto exige mayores recursos e independencia para los supervisores que, día tras día, desempeñan una función pública tan esencial.

Sin embargo, la regulación y supervisión no son suficientes por sí solas. Las normas ciertamente pueden influir en el comportamiento. Pensemos, por ejemplo, en las prácticas de remuneración. Pero las personas que quieran eludirlas siempre encontrarán maneras creativas de hacerlo.

Por lo tanto, también debemos centrar nuestra atención en la cultura de las instituciones financieras y en el comportamiento individual que subsiste por debajo de esta cultura. Los incentivos deben ser acordes a la conducta esperada y deben ser transparentes.

En ese sentido, la labor realizada por el Consejo de Estabilidad Financiera, a solicitud del G-20, en relación con los principios para establecer buenas prácticas en materia de remuneración es esencial para adaptar los incentivos a los resultados concretos. Debemos dar impulso a la aplicación de estos principios.

¿Por qué es esto tan importante? Porque el comportamiento del sector financiero no ha cambiado fundamentalmente en varias dimensiones desde la crisis. Si bien se observan algunos cambios de conducta, no tienen la profundidad y amplitud suficientes. En este sector sigue prevaleciendo la rentabilidad a corto plazo por encima de la prudencia a largo plazo, las primas de hoy por encima de las relaciones en el futuro.

Algunas grandes empresas se han visto incluso envueltas en escándalos que infringen las normas éticas más básicas: manipulación de la tasa LIBOR y de los tipos de cambio, lavado de dinero, embargos hipotecarios ilegales.

Para recuperar la confianza, necesitamos un cambio hacia una mayor integridad y rendición de cuentas. Necesitamos una dimensión ética más sólida y sistemática.

Para abordar esta cuestión, es útil remontarse a los antiguos filósofos, quienes se habrían planteado la misma cuestión básica: ¿cuál es el propósito social del sector financiero? O, como habría preguntado Aristóteles: “¿Cuál es su telos?”.

Aristóteles respondió a su propia pregunta: “La riqueza no es, desde luego, el bien que buscamos, pues no es más que un instrumento para conseguir algún otro fin”; o como dijo Oscar Wilde: “La verdadera perfección del hombre reside no en lo que el hombre tiene, sino en lo que el hombre es”.

Desde esta perspectiva, podemos identificar el verdadero propósito de las finanzas. Su objetivo es hacer un uso productivo de los recursos, transformar los vencimientos, contribuyendo así al bien de la estabilidad económica y el pleno empleo, y en definitiva, al bienestar de las personas. Dicho en otras palabras, enriquecer a la sociedad. 

Según el marco aristotélico, cuando conocemos el propósito, podemos identificar las virtudes para alcanzarlo. Se convierte en una cuestión de que cada persona haga lo correcto.

Cuando pensamos en las finanzas, una de estas virtudes básicas es, sin duda, la prudencia, que consiste en promover una buena gestión, asegurar la sostenibilidad y salvaguardar el futuro. La prudencia es, desde hace tiempo, un elemento clave del sector bancario, y sin embargo, lamentablemente en los últimos tiempos ha estado ausente en este sector.

Sabemos que algunas virtudes como la prudencia no se pueden recuperar de la noche a la mañana. Aristóteles nos enseña que la virtud nace del hábito, de desarrollar y fomentar el buen comportamiento a lo largo del tiempo. Como todo aquello que merece la pena hacer, con la práctica se llega a la perfección.

Para retomar el rumbo correcto, es necesario realizar esfuerzos sostenidos para promover la educación y la capacidad de liderazgo a lo largo de muchos años. Se requieren organismos de control, incluidos los de la sociedad civil, que se mantengan alertas.

Y lo más importante de todo, se requieren inversionistas y líderes financieros que tomen tan en serio los valores como la valoración, y tan en serio la cultura como el capital.

Como señaló Mark Carney en un discurso admirable pronunciado en Canadá el año pasado, el sector financiero debe basarse en relaciones estrechas con los clientes y las comunidades, con las personas a las que presta servicio el sector financiero.

En definitiva, debemos desarrollar una mayor conciencia social que penetre en el mundo financiero y cambie para siempre la manera en que este sector lleva a cabo sus actividades.

La buena noticia es que estamos viendo algunas señales positivas. La Iniciativa para el Capitalismo Inclusivo es un ejemplo, basado en tomar medidas prácticas para transformar el capitalismo en un motor de oportunidades económicas para todos.

Podemos establecer algunos paralelismos con nuestra mayor conciencia de los problemas ambientales. No hace mucho tiempo, los niveles de contaminación eran mucho más elevados y tirar basura era algo común. Actualmente, estamos mejor informados acerca de estas cuestiones y más acostumbrados a respetar el planeta.

En comparación, el tipo equivalente de conciencia en el sector financiero —la idea de que el mal comportamiento a nivel privado puede tener un costo social más amplio— solo se encuentra en sus etapas iniciales. La situación es semejante a la del período inicial de la conciencia medioambiental, que se centró en prohibir la venta de productos petroleros con plomo. 

Así como nos queda un largo camino por recorrer para reducir nuestra huella de carbono, tenemos un camino incluso más largo por recorrer para reducir nuestra “huella financiera”.

Sin embargo, debemos dar esos pasos.

Entiendo que estas cuestiones son más profundas que aquellas sobre las que los economistas y las autoridades económicas tienen la costumbre de debatir. Sin embargo, también considero que el vínculo está claro: el comportamiento ético es una dimensión importante de la estabilidad financiera.

Conclusión

Permítanme concluir con estas reflexiones. El capitalismo inclusivo es obviamente un tema muy amplio. Podría haberme referido a muchos aspectos diferentes: la exclusión de la mujer, el desprecio por el medio ambiente, la responsabilidad social de las empresas.

Pero he querido centrar mis observaciones en el comportamiento que sigue socavando la confianza y podría volver a desestabilizar la economía mundial.

Por eso la labor que lleva a cabo la Iniciativa para el Capitalismo Inclusivo es tan importante. Debe penetrar en la conciencia de todos los líderes económicos, en todos los sectores y en todos los países.

En definitiva, si la economía mundial es más inclusiva, los beneficios serán menos difíciles de alcanzar. El mercado será más eficaz, y el futuro probablemente será mejor para todos.

Muchísimas gracias.

DEPARTAMENTO DE COMUNICACIONES DEL FMI

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