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Los economistas transformaron la economía política clásica basada en palabras en una disciplina matemática

Los economistas de hoy casi no consultan La riqueza de las naciones, escrita por Adam Smith en 1776, pese a ser una obra aclamada por mostrar el funcionamiento del mercado. Los profesionales de hoy en día a menudo prefieren consultar concisos artículos especializados repletos de ecuaciones nítidas antes que el imponente libro de Smith, una obra de amplio alcance que conjuga el análisis histórico, social y económico, y que no puede digerirse en unas pocas tardes.

Smith suele ser considerado el padre de la economía moderna, y a fines del siglo XX su legado fue reconocido por los defensores del libre mercado y de la poca intervención del Estado; sin embargo, las herramientas matemáticas y de modelización que emplean los economistas contemporáneos tienen poco en común con los métodos humanistas y literarios de Smith. Los economistas que le sucedieron a menudo afirmaban que la famosa noción de la “mano invisible” instituida por Smith se comprobaba en la teoría sumamente abstracta de “equilibrio general” que explica las condiciones necesarias para lograr eficiencia social en una economía de mercado. Se trataba de la metáfora difusa de Smith cristalizada mediante avanzados cálculos matemáticos, y que para utilizarla se aplicaba a un modelo tan simplificado de la economía que al propio Smith le hubiera costado reconocer.

Pero la transición de la “política económica” verbosa del siglo XVIII a la “ciencia económica” numérica del siglo XX es más sinuosa de lo que sugeriría un relato centrado en la obra de Smith. Los primeros temblores del sismo de la modelización económica que a la postre transformaría la economía tuvieron origen en Francia en las décadas que precedieron la publicación de la gran obra de Smith. En el palacio de Versalles, François Quesnay, el médico personal de la principal amante del rey Luis XV, Madame de Pompadour, se interesó en la economía a los sesenta años de edad y reunió a un grupo de seguidores que formaron la primera escuela de pensadores económicos. Quesnay usó como analogía la circulación de la sangre en un organismo para crear el primer modelo económico, la Tabla económica de 1758, un diagrama que plasmó los zigzags que caracterizaban la circulación del dinero y de los bienes en una economía.

La racionalidad de la ilustración

Quesnay, cuyo trabajo tuvo lugar en las vísperas de la Revolución Industrial, creía que la actividad agrícola era la máxima fuente de valor económico, en particular, el “producto neto”, es decir, la producción que quedaba después de que los agricultores usaran lo que necesitaban para su subsistencia. Cuando los agricultores pagaban la renta, los terratenientes compraban vestimenta y muebles, y los artesanos compraban comida; el superávit circulaba e impulsaba la economía (los zigzags representaban las rondas concatenadas de gasto). De esta forma, la Tabla prefiguró la teoría de John Maynard Keynes de los flujos circulares de la renta y el multiplicador, conceptos desarrollados en la década de 1930. Quesnay, devoto de René Descartes y del Siglo de las Luces francés, intentó analizar la economía usando los principios de coherencia y racionalidad, las consignas del economista moderno; en épocas anteriores, el pensamiento económico no tenía un método sistemático y estaba muy influenciado por la tradición y la religión.

Otro paso hacia la economía moderna tuvo lugar a principios del siglo XIX, cuando un operador bursátil adinerado, David Ricardo, se inspiró en La riqueza de las naciones para desarrollar su propio sistema de economía, estableciendo un nuevo parámetro de rigor y lógica en este campo. Ricardo concebía la economía como una enorme granja cuya tierra tenía distintos grados de fertilidad. Cuando crecía la población y había más demanda de alimentos, los agricultores tenían que plantar los cultivos en tierras menos fértiles. Pero eso no implicaba que los agricultores con tierras más fértiles obtuvieran mayores ganancias; eran los terratenientes los que ganaban porque los agricultores competían por tener las mejores tierras y estaban dispuestos a pagar más por ellas. Ricardo partió de unos pocos supuestos y siguió las consecuencias lógicas de forma rigurosa a lo largo de largas cadenas de razonamiento, para acabar concluyendo que los terratenientes tendían a beneficiarse a costa de los trabajadores y los capitalistas.

El trabajo de Ricardo deleitó a uno de sus lectores, el ensayista Thomas De Quincey, quien para entonces había llegado a estar harto de lo que él consideraba la ineptitud de la mayoría de los economistas de la época. (En una de sus obras, afirmó que cualquier persona en su sano juicio podía pulverizar fácilmente sus mohosas ideas con un abanico). Pero al recibir un trabajo de Ricardo y leer detenidamente el primer capítulo, De Quincey se maravilló, pues consideraba que Ricardo finalmente había descubierto leyes económicas adecuadas que arrojaban “un rayo de luz en el oscuro caos de lo material” en el que economistas menores intentaban infructuosamente encontrar algún sentido en la confusa realidad.

Pequeños mundos

La perspicacia de Ricardo al recurrir a la simplificación y los supuestos le permitió enfocarse en los aspectos esenciales del problema en cuestión para construir un modelo de la economía. En esencia, Ricardo formuló sus modelos en forma verbal mientras Quesnay lo hizo mediante diagramas; ninguno recurrió a las matemáticas abstractas que emplea la ciencia económica actual. Una historiadora contemporánea del método económico, Mary Morgan, sostiene que la disciplina moderna surgió cuando los economistas comenzaron a imaginar “mundos pequeños”: destilaciones de la realidad económica en forma de modelos, matemáticos o de otro tipo, que sentaron las bases de la ciencia en los siglos XIX y XX. Así como un botánico examina las características de las mariposas, los economistas investigan el comportamiento de un modelo y lo comparan con otros, a veces con escasa referencia al mundo más grande que el pequeño mundo pretende representar. De este modo, los economistas “cuestionan” sus propios modelos. También “averiguan” con sus modelos, es decir, observan lo que el modelo efectivamente indica acerca del mundo exterior más amplio. Echando mano de su Tabla, Quesnay sostuvo que los fuertes impuestos cobrados a los campesinos de Francia estaban asfixiando la economía pues reducían el tamaño del preciado producto neto.

Uno de los mundos pequeños más conocidos en la economía es la ingeniosa caja de Edgeworth que estudian todos los futuros economistas: se trata de un rectángulo simple con puntos que representan un par de bienes (manzanas y bananas, por ejemplo) asignados a dos personas que conforman la economía. Sobre este diagrama se superponen “curvas de indiferencia” que representan las preferencias de cada persona respecto de esos dos bienes. Partiendo de una distribución inicial de manzanas y bananas a estas dos personas, el diagrama muestra cómo puede ocurrir el intercambio de bienes hasta alcanzar un resultado “socialmente óptimo” (en el que ninguna persona puede seguir ganando de una nueva operación sin que la otra pierda).

Desde cualquier punto de partida en la caja es posible negociar hasta llegar a una posición eficiente. Los posibles puntos de partida pueden ser situaciones en las que cada persona tiene un monto similar de bienes o una tiene casi todo y la otra nada. De esta forma, se segregan los conceptos de eficiencia y distribución: algunos resultados podrían ser eficientes pero muy desiguales. El diagrama demuestra de una forma elegante un resultado fundacional de la economía: el primer teorema del bienestar, que postula la eficiencia de los mercados competitivos, cuya geometría puede traducirse fácilmente a un lenguaje matemático y a la teoría sofisticada del equilibrio general que para algunos representa la encarnación moderna de la economía smithiana.

Método matemático

La caja de Edgeworth —denominada así en honor a Francis Edgeworth, un matemático y teórico de la economía de fines del siglo XIX— formó parte de la llamada revolución marginalista en la economía, que introdujo el uso de los cálculos para representar cambios “marginales” en las variables, como la utilidad marginal, la variación de la utilidad de una persona como consecuencia de un cambio menor en el consumo de un bien. A partir de ese momento, los mundos pequeños de la economía estarían integrados cada vez más por ecuaciones. Durante el siglo XX, el método matemático fue adoptado en varios campos de la economía, como por ejemplo la macroeconomía desarrollada a partir del trabajo de Keynes, la teoría del crecimiento introducida por Robert Solow y la economía industrial moderna basada en la teoría del juego, así como la econometría que conectó los modelos teóricos con los datos.

El paso del modelo clásico al modelo neoclásico moderno de la economía no fue tan solo una cuestión de estilo; representaba una nueva forma de ver el mundo. Para Smith, las personas respondían a todo tipo de motivaciones y deseos. Al hacer negocios regateaban para cerrar una buena operación, pero también eran prudentes, íntegras y solidarias con los demás, y capaces asimismo de aburrirse y desilusionarse. Para encuadrar el comportamiento económico en sus estrictos modelos, la disciplina moderna abandonó estos retratos complejos de los seres humanos en favor de otros más simples y muy estilizados. Dentro de las cajas de Edgeworth no viven seres humanos apasionados sino “agentes económicos” autómatas: puntos aislados de conciencia que no traman ni engañan, que no sienten celos ni desilusión, sino que eligen de manera fría y previsible entre los diversos bienes a su disposición. Su identidad radica exclusivamente en su capacidad de elegir según preceptos racionales, y esa previsibilidad permite encasillarlos fácilmente en un rectángulo o una ecuación simple.

Ricardo usó sus teorías para presionar por la derogación de las denominadas Leyes de los cereales adoptadas en Gran Bretaña para proteger los precios internos del grano, y al escuchar sus argumentos un miembro del Parlamento dijo que Ricardo “hablaba como si viniese de otro planeta”. A todas luces, el estilo riguroso de razonamiento de Ricardo parecía novedoso y extraño, pero aún sigue resonando la idea de que los economistas son de otro mundo. El gran economista austríaco de principios del siglo XX, Joseph Schumpeter, se lamentó por algunas de las consecuencias de la transformación de la economía en una disciplina de modelos. En particular, atacó a Ricardo por formular teorías que dejaban afuera aspectos importantes pero desafortunadamente complicados de la realidad social. Schumpeter sostenía que, para formar sus cadenas de lógica, Ricardo había hecho abstracciones y simplificaciones tan drásticas que sus resultados eran prácticamente tautologías. Schumpeter fue demasiado severo con Ricardo, pero los críticos continúan acusando a los economistas de caer en una especie de “error ricardiano”, el de jugar siempre con modelos económicos que son ingeniosos y elegantes pero totalmente irreales.

La buena práctica de la economía probablemente siga dependiendo de nuevas teorías que proponen simplificaciones útiles mientras buscan un equilibrio adecuado entre los modelos como objetos fascinantes en sí mismos y su utilidad como instrumentos para escrutar el oscuro caos de la realidad económica.

En los primeros años de este siglo, se arremetió contra los economistas por no haber previsto la crisis financiera mundial. Se decía que su supuesto sobre los “agentes racionales” les impedía tener en cuenta la irracionalidad y la evidente corrupción en las altas esferas de las finanzas. Carecían de la amplitud de los economistas clásicos, y su visión acotada no les permitía detectar las patologías en la economía real que provocaban miseria económica para tantas personas. En este mismo sentido, muchos economistas reconocen hoy las consecuencias negativas de la creciente desigualdad, pero ¿acaso se han dado cuenta de esto a pesar de sus teorías? En el mundo pequeño de la caja de Edgeworth, la distribución de recursos está representada por un punto en un rectángulo, una abstracción tan radical que se escinde por completo de la compleja historia de las instituciones y el poder que influyen en quién gana en la lucha por la riqueza.

¿Acaso los economistas se han dedicado demasiado a investigar las herramientas en lugar de utilizarlas para averiguar el porqué de las cuestiones? De ser así, la solución no tiene por qué consistir en tirar por la borda los modelos y las matemáticas, sino usarlos de manera más deliberada en favor de los valores humanistas que guiaron inicialmente el estudio de la economía. Es posible que los ingredientes ya estén disponibles. Junto con la economía neoclásica, siempre ha habido tradiciones heterodoxas de pensamiento económico basadas en una diversidad de métodos, y últimamente la rama tradicional de la disciplina ha comenzado a ampliar su enfoque. En particular, el campo floreciente de la economía del comportamiento ha introducido modelos económicos más realistas que usan conceptos de la psicología. Y el éxito de El capital en el siglo XXI, una obra de 700 páginas escrita por Thomas Piketty, demuestra que aún interesan los libros voluminosos que presentan grandes relatos históricos y críticas contundentes del capitalismo contemporáneo.

La buena práctica de la economía probablemente siga dependiendo de nuevas teorías que proponen simplificaciones útiles mientras buscan un equilibrio adecuado entre los modelos como objetos fascinantes en sí mismos y su utilidad como instrumentos para escrutar el oscuro caos de la realidad económica.

Niall Kishtainy es autor de Breve historia de la economía, libro traducido a 20 idiomas, y de The Infinite City: Utopian Dreams on the Streets of London.

Las opiniones expresadas en artículos y otros materiales pertenecen a los autores; no reflejan necesariamente la política del FMI.