Descargar PDF

Para introducir cambios económicos fundamentales, hay que alejarse de la economía simplista

La economía de la década de 2020 es diametralmente opuesta a la que imperaba a mediados del siglo XX, cuando se diseñó gran parte del conjunto de herramientas estándar que todavía utilizan los economistas.

En la década de 1950 y 1960, tuvo lugar una formalización de la economía en el contexto del crecimiento y el empleo impulsados por el sector manufacturero, que producía bienes estandarizados, y el predominio en el comercio de los productos terminados en lugar de los componentes. La economía keynesiana determinó las categorías estadísticas del Sistema de Cuentas Nacionales y de los modelos lineales de entrada-salida, y los modelos macroeconómicos nuevos que diseñan hoy en día los econometristas.

Muchas de las autoridades encargadas de definir las políticas en la actualidad aprendieron economía en libros de texto y cursos basados en esa economía relativamente ordenada. En concreto, el marco para evaluar las políticas se fundamentaba en los teoremas básicos de la “economía del bienestar”, la rama de la disciplina que estudia si los resultados económicos son deseables o no. Según esta teoría, el mercado ofrece los mejores resultados posibles, siempre y cuando se cumplan ciertos supuestos básicos.

Huelga decir que esto raramente sucede. Por ejemplo, para que esta teoría fuera válida, las personas deberían tener preferencias fijas, incluso por productos que aún no existen. Todos los productos deben ser “rivales” o ser consumidos por una única persona. Sin embargo, muchos de ellos son bienes no rivales: desde la atmósfera hasta las carreteras públicas, pasando por las películas digitales. No debe haber externalidades como la contaminación o las emisiones de CO2. Ninguna empresa debe tener poder de mercado —sino que debe haber una competencia perfecta— y deben presentarse rendimientos constantes a escala a medida que aumenta el volumen de producción. Es más, en la década de 1970, el premio nobel Kenneth Arrow demostró su “teorema de la imposibilidad”, según el cual es imposible (partiendo de una serie de supuestos muy razonables) determinar el bienestar del conjunto de la sociedad a partir de la suma del bienestar de sus integrantes.

Momento de cambio

En consecuencia, durante al menos los últimos 40 o 50 años, la falta de una economía del bienestar sólidamente fundamentada ha desembocado en un vacío incómodo en el ámbito de la economía. Las autoridades deben escoger el que, a su parecer, es el mejor curso de acción para la sociedad, empleando para ello las mejores herramientas económicas a su alcance. Una de esas herramientas, de uso generalizado, es el análisis de la relación costo-beneficio. Otra consiste, simplemente, en impulsar el crecimiento económico, ya que esto eleva los niveles de vida. Como suele decirse, las herramientas económicas funcionan en la práctica, pero no en la teoría.

Pero ya no dan más de sí. Es hora de volver a impulsar la economía del bienestar. Para ello, hay que alejarse del conjunto de supuestos simplistas que han moldeado la forma de ver el mundo de generaciones y generaciones de autoridades económicas. ¿Por qué ahora? Pues porque la economía ha cambiado de manera tan fundamental que ahora la disciplina debe hacer lo propio.

Un cambio evidente radica en la urgencia de responder a la crisis ambiental. Tanto el cambio climático como la pérdida de biodiversidad están poniendo en riesgo la futura prosperidad económica, además de entrañar una serie de posibles amenazas existenciales. A mediados del XX, la mayor restricción del crecimiento económico era la escasez de capital físico y humano, que requirió una cuantiosa inversión tras la guerra. Para mediados del siglo XXI, la naturaleza será la principal limitación. Los economistas deben empeñarse en elaborar estadísticas sobre el capital natural, concebir nuevas formas de cuantificar el costo social de los servicios de la naturaleza y, sobre todo, integrar el análisis de la economía humana y la naturaleza de manera significativa, en lugar de relegar esa cuestión a “externalidades” puntuales.

Es hora de volver a impulsar la economía del bienestar. Para ello, hay que alejarse del conjunto de supuestos simplistas que han moldeado la forma de ver el mundo de generaciones y generaciones de autoridades económicas.

La estructura productiva actual es otro aspecto que, aunque menos evidente, también resulta fatal para el actual modelo mental predominante de una economía manufacturera competitiva y con rendimientos constantes. Se trata de una estructura altamente globalizada, incluso tras las crisis de los últimos años, y cada vez más intangible (en términos de valor económico agregado, los insumos materiales se antojan más importantes que nunca). La logística y las comunicaciones digitales facilitan la producción mundial, y las plataformas digitales están pasando a ser el modelo de negocios preponderante.

Esto implica la presencia ubicua de economías de escala, aún más poderosas que las de industrias más antiguas, como la siderurgia y la aeronáutica. En muchos países y sectores, un puñado de empresas ostentan un gran poder de mercado. Resulta casi imposible determinar dónde se crea el valor debido a la circulación masiva de datos e ideas a través de los cables de fibra óptica. El rápido y constante desarrollo de la inteligencia artificial implica que la transición tecnológica tiene visos de perdurar. No existen definiciones ni estadísticas que permitan hacer un seguimiento de la economía, y los gobiernos tienen dificultades para recaudar impuestos y regular la actividad empresarial.

La nueva economía

Los economistas del mundo académico conocen bien la naturaleza cambiante de la economía, y se están llevando a cabo numerosos estudios de investigación muy interesantes. Pero aún no se dispone de una versión adaptada al siglo XXI que sintetice la visión de Keynes sobre el funcionamiento de la economía en su conjunto, ni tampoco de las estadísticas para medirlo y preverlo. Esto hace que los economistas —sobre todo los que se dedican a la esfera de las políticas, con sus demandas prácticas— recurran de forma automática al antiguo modelo mental.

Así que este es el reto para los profesionales de la economía (tal y como sostengo en mi libro Cogs and Monsters). ¿Cómo deberían analizar los economistas la economía mundial, caracterizada por ser sumamente no lineal, interdependiente e intangible, y por la concentración del poder de mercado y las nuevas desigualdades emergentes? ¿En qué consistirían los buenos resultados en una economía digital e intangible, pero limitada por la naturaleza? ¿Cómo se medirían? Y, sobre todo, si la economía debe sernos de utilidad, ¿qué nuevas herramientas pueden aportar los economistas para facilitar la toma de decisiones sobre políticas?

Diane Coyle ocupa la cátedra Bennett de Política Pública en la Universidad de Cambridge.

Las opiniones expresadas en artículos y otros materiales pertenecen a los autores; no reflejan necesariamente la política del FMI.