¿Estamos ante una nueva revolución industrial?

Niall Kishtainy

Diciembre de 2025

foto: Mark Harris

La inteligencia artificial podría rivalizar con el vapor, la electricidad y la informática, aunque la historia hace pensar que pasará tiempo antes de que se manifieste todo su impacto económico

Con la Revolución Industrial, que comenzó en Gran Bretaña a finales del siglo XVIII, llegó la primera ola de tecnología que transformó el sistema económico. En los siglos posteriores se sucedieron nuevas revoluciones, cada una asociada a formas innovadoras de tecnología. Ante el vertiginoso avance tecnológico de nuestro tiempo, ¿qué enseñanzas podemos extraer de esa experiencia histórica?

El debate público contemporáneo sobre las nuevas tecnologías oscila entre visiones de un futuro deslumbrante impulsado por avances científicos propiciados por la IA y un futuro distópico en el que trabajadores cuya función ha quedado obsoleta luchan por sobrevivir frente a una élite tecnológica acaudalada. La irrupción del ferrocarril y de las máquinas a vapor en el siglo XIX y de las tecnologías de la información y la comunicación (TIC) a finales del siglo XX generaron expectativas y temores de igual amplitud. Sin embargo, la economía y la historia deberían hacernos desconfiar de las predicciones extremas sobre el porvenir tecnológico.

Los principios económicos básicos presuponen una visión optimista sobre el impacto de la tecnología en el crecimiento y el nivel de vida. Al mejorar la productividad de los trabajadores, la tecnología puede aumentar la demanda de mano de obra, impulsando la expansión económica y elevando los salarios. Este relato favorable es muy acertado, a la luz del progreso material acumulado durante siglos. Las sucesivas olas tecnológicas de los últimos 200 años no han provocado un aumento constante del desempleo; de haber sido así, hoy no quedaría más que un número menguante de trabajadores dedicados a un conjunto cada vez menor de actividades.

Sin embargo, dentro de este patrón general, hay factores que hacen que las cosas no sean tan sencillas. Un debate clásico acerca de las revoluciones industriales pasadas gira en torno a la rapidez con la que se despliegan los efectos de las nuevas tecnologías.

Tecnología de uso general

La primera revolución industrial fue económicamente significativa debido a la aparición de una nueva tecnología de uso general: la energía de vapor. A diferencia de los hornos de pan mejorados, que simplemente aumentan la eficacia de los panaderos, una tecnología de uso general tiene múltiples aplicaciones y eleva la productividad en toda la economía. A partir de finales del siglo XIX, la segunda revolución industrial introdujo la electricidad, otra tecnología de uso general; y la tercera, que se inició a finales del siglo XX, trajo consigo otra más: las TIC. Las revoluciones industriales también dan lugar a lo que se ha denominado la “invención de un método de invención”. En la primera revolución industrial se trataba de encontrar formas de salvar la brecha entre el conocimiento científico y la creación de productos útiles.

Dado que abre posibilidades radicalmente nuevas para la producción de bienes y servicios y tiene una amplia aplicación en muchos campos, es probable que la IA constituya una tecnología de uso general diferente. Además, incorpora formas novedosas de generar ideas y, por tanto, es en sí misma un nuevo método de invención. Por ello, es probable que estemos asistiendo a una cuarta revolución industrial, tan rompedora como las anteriores.

Para que se produzca una revolución industrial es fundamental que haya una nueva tecnología de uso general. Pero ¿cuánto tiempo tarda en surtir efecto? El historiador económico Nicholas Crafts constató que el impacto del vapor en el siglo XIX fue más lento y menor de lo que se creía: los beneficios no llegaron hasta después de 1830. Eso se debe a que, al principio, los sectores impulsados por el vapor constituían una parte muy pequeña de la economía y, por tanto, no podían generar un crecimiento espectacular de la productividad. Además, aprovechar plenamente los beneficios de una tecnología de uso general exige una amplia reorganización económica, algo que lleva tiempo. La energía de vapor implicó trasladar a los trabajadores a las fábricas; la electrificación, rediseñar las líneas de producción; y las TIC, redefinir las funciones administrativas de las empresas.

La paradoja de Solow 

Este hallazgo debería atenuar la decepción que a menudo se expresa con respecto a la evolución reciente de la productividad. Robert Solow, pionero de la economía del crecimiento, observó en su día que “la era de la computación puede verse en todas partes salvo en las estadísticas de productividad”. Esta “paradoja de Solow” pone de manifiesto que, pese a la llegada de las computadoras y de las nuevas tecnologías de la comunicación, el crecimiento de la productividad a finales del siglo XX parecía, en el mejor de los casos, poco espectacular. Pero si la experiencia de la primera revolución industrial sirve de indicador, resulta excesivamente optimista esperar una recompensa inmediata de la nueva tecnología. Comparados con el impacto inicial del vapor, en realidad los aumentos de productividad derivados de las TIC no tienen precedentes históricos en cuanto a su rapidez y magnitud. Es evidente que la sociedad aprovecha cada vez mejor el potencial económico de las nuevas tecnologías.

Aunque a lo largo de los siglos la expansión económica y la mejora del nivel de vida se han debido a nuevas tecnologías —a los avances en el lado de la oferta—, en el corto plazo son numerosos los factores que influyen en el crecimiento. Algunos economistas han achacado el lento crecimiento de las últimas décadas a la debilidad de la demanda, especialmente tras la crisis financiera mundial de principios de la década de 2000. Pero también se ha apuntado que incluso las mejoras en el lado de la oferta que fundamentaron el crecimiento económico sostenido de los últimos 200 años son ahora más difíciles de lograr. El economista Robert Gordon afirma que innovaciones como la iluminación eléctrica o el agua corriente, que transformaron profundamente la vida cotidiana y la economía en el siglo XX, eran frutos tecnológicos al alcance de la mano, y que quedan cada vez menos oportunidades comparables.

¿Hace pensar la historia que la IA podría poner fin a este impase? Pese a los deslumbrantes avances recientes, la tecnología aún se encuentra en una fase temprana. Esto es casi seguro en lo que respecta a su aplicación práctica en la economía. Hasta el momento, la contribución de la IA a la productividad ha sido modesta, y algunos ya hablan de una “paradoja de la productividad”. Pero, al igual que con el vapor, la electricidad y las TIC, aprovechar plenamente el potencial de la IA exigirá nuevas formas de organización y de trabajo. Si la experiencia de las TIC sirve de referencia, el impacto de la IA sobre la productividad se sentirá con mayor rapidez que el de tecnologías de uso general anteriores, aunque no produzca el espectacular crecimiento que prevén algunos entusiastas.

Temores persistentes

El segundo factor que contribuye a complicar la valoración sobre el impacto de las nuevas tecnologías radica en la manera en que se distribuyen los aumentos de la productividad. Si se analiza el desarrollo de la Revolución Industrial década a década, en lugar de a lo largo de siglos enteros, emerge una imagen más compleja y sombría, un panorama que ha avivado los persistentes temores asociados a la innovación tecnológica y ha dado lugar a críticas profundas del capitalismo industrial. A mediados del siglo XIX, Friedrich Engels observó los diferentes impactos de las máquinas en los trabajadores durante las primeras etapas de la Revolución Industrial. La invención de la máquina hiladora Jenny en la década de 1760 redujo el costo del hilado, lo que abarató los tejidos y aumentó su demanda. Con ella creció la necesidad de tejedores y sus salarios aumentaron.

Pero más tarde, la mecanización de la confección de tejidos arruinó el nivel de vida de los trabajadores. Engels observó en los tugurios de Manchester, en Inglaterra, a una clase desesperada de tejedores manuales desplazados por la nueva maquinaria. Con escasas alternativas laborales, apenas sobrevivían con salarios en caída libre y jornadas laborales de 18 horas, mientras una proporción creciente de los tejidos que producían era “absorbida por el telar mecánico”. En las propias fábricas, hombres, mujeres y niños trabajaban junto a las máquinas durante largas jornadas en condiciones peligrosas e insalubres. Las máquinas y el sistema fabril habían arruinado la vida de la clase trabajadora, argumentaba Engels.

El historiador económico Robert Allen utiliza datos históricos para confirmar el patrón descrito por Engels. En las primeras décadas de la revolución industrial, aun cuando la producción por trabajador aumentaba, los salarios reales permanecieron estancados. De hecho, los salarios no empezaron a aumentar en consonancia con la productividad —como predicen los principios económicos básicos— hasta mediados del siglo XIX. Así, si nos fijamos en períodos de tiempo a más corto plazo en lugar de en siglos enteros, observamos que las nuevas tecnologías tienen efectos complejos y contradictorios sobre los niveles de vida y los salarios.

En una serie de estudios recientes, Daron Acemoglu y Pascual Restrepo modelizan estos diversos impactos. Las nuevas tecnologías, como los telares movidos por vapor, los robots industriales y la IA, automatizan tareas que antes realizaban los trabajadores, provocando una reducción del empleo: es lo que se denomina un “efecto de desplazamiento”. Esto disminuye la proporción del ingreso nacional que corresponde al trabajo y desvincula la evolución de los salarios del crecimiento de la productividad.

Efecto de restablecimiento

Sin embargo, otras fuerzas contrarrestan el efecto de desplazamiento. Los tejedores que se beneficiaron de la mecanización del hilado son un ejemplo de cómo la automatización en un sector puede impulsar la demanda en una tarea conexa no automatizada. Pero hay un efecto más potente a favor de los trabajadores que realmente se puso en marcha en la segunda mitad del siglo XIX: el “efecto de restablecimiento”. Este se produce cuando las tecnologías generan nuevas tareas en las que los seres humanos poseen una ventaja comparativa frente a las máquinas. Durante los siglos XIX y XX, a medida que las máquinas de vapor, la electricidad y las computadoras transformaban la producción, surgieron empleos hasta entonces inimaginables: ingenieros, operadores telefónicos, técnicos de máquinas, diseñadores de software, etc.

Estos diversos efectos complican la relación económica básica entre la mejora de la productividad impulsada por la tecnología y el aumento de los salarios. Si la tecnología simplemente desplazara la mano de obra, ¿cómo se explicaría el famoso hecho estilizado establecido por el economista Nicholas Kaldor en la década de 1960, según el cual la proporción de la mano de obra en el ingreso nacional se había mantenido relativamente estable? Por otro lado, si surgiera inmediatamente un nuevo empleo para cada trabajador que perdiera el suyo a causa de una máquina, entonces el desempleo tecnológico y el descontento de corte ludita serían imposibles.

En la fase inicial de la revolución industrial, predominó el efecto de desplazamiento, en detrimento de los trabajadores; en el siglo XX, el efecto de restablecimiento cobró mayor fuerza, lo que provocó un aumento de los salarios y del nivel de vida. Pero desde finales del siglo XX, los salarios reales en muchas economías avanzadas se han estancado, otro aspecto paradójico de la era de la información.

Acemoglu y Restrepo señalan que muchas innovaciones en las TIC y la IA se han orientado a la automatización, más que a la creación de nuevas tareas. Esto ha agravado el problema de la débil demanda de mano de obra, el lento crecimiento de los salarios y el aumento de la desigualdad, lo que ha suscitado temores sobre cómo podría ser un futuro dependiente de la IA. Estos autores afirman que incluso existe el peligro de que la automatización excesiva perjudique directamente la productividad. Y abogan por promover una IA que restablezca mano de obra, por ejemplo, en la educación y la salud, donde las herramientas de IA podrían ayudar con programas de aprendizaje y tratamiento personalizados que requerirían más, y no menos, profesores y médicos.

Singularidad de las máquinas

Hay una pregunta más importante. Dado su potencial para sustituir la creatividad humana, ¿es la IA fundamentalmente distinta de anteriores tecnologías de uso general? Algunos tecnólogos dicen que la IA alcanzará la “singularidad”, un punto en el cual las máquinas podrían perfeccionarse e inventarse a sí mismas, lo que haría que los humanos fueran redundantes y eliminaría el restablecimiento de mano de obra a través de la creación de nuevas tareas.

¿Invalida un escenario de este tipo las comparaciones económicas con épocas precedentes? Quizás no. Incluso si la IA cruzara tal umbral, esto no implicaría necesariamente una singularidad económica, es decir, una mejora ilimitada de la productividad acompañada de la obsolescencia humana. El economista William Nordhaus ha ideado pruebas empíricas para determinar la probabilidad de tal singularidad y ha concluido que la mayoría de las condiciones están lejos de cumplirse. Ello se debe a que gran parte de la economía es física, no informacional, y probablemente seguirá siéndolo: para imponerse por completo, la IA tendría que aprender a escalfar huevos, cortar el pelo y calmar a los niños cuando lloran en la guardería.

Una gran diferencia entre la situación a principios del siglo XIX y nuestra época es que ahora disponemos de herramientas de política económica para influir en la economía. Es bien sabido que la innovación presenta fallas de mercado significativas. No obstante, las decisiones sobre la trayectoria de la IA están quedando en manos de corporaciones que prestan escasa atención a las repercusiones económicas generales que preocupan a las autoridades económicas y a los votantes. La tecnología es una elección social en la que podemos influir. Armados con la experiencia de revoluciones industriales anteriores, los gobiernos y los reguladores disponen tanto de motivos como de medios para orientar el desarrollo tecnológico y garantizar que sus beneficios económicos se distribuyan ampliamente, siempre y cuando logren reunir la voluntad política necesaria

NIALL KISHTAINY es autor de Breve historia de la economía, libro traducido a 20 idiomas, y de The Infinite City: Utopian Dreams on the Streets of London.

Las opiniones expresadas en los artículos y otros materiales pertenecen a los autores; no reflejan necesariamente la política del FMI.