La partida del dólar

BRUCE EDWARDS

Diciembre de 2025

foto: Sonia Pulido

El gran maestro de ajedrez devenido economista Kenneth Rogoff analiza las jugadas que convirtieron al dólar en el rey de las monedas de reserva y aquellas que podrían ponerlo en jaque

En el ajedrez, el predominio pasa por controlar ciertas casillas clave que cubren rutas vitales de movimiento, lo que no dista mucho de los atributos de una moneda de reserva dominante. Kenneth Rogoff tuvo su primer contacto con un mundo donde no imperaba el dólar en la adolescencia, cuando en 1969 abandonó la escuela secundaria en Rochester, Nueva York, para enfrentarse a campeones mundiales de ajedrez en la entonces Yugoslavia. Luego estudiaría en la Universidad de Yale, donde se sorprendió al oír a sus profesores anticipar el ascenso del rublo, dada la precariedad que había observado en el bloque oriental bajo control soviético.

Rogoff se doctoró en Economía en el Instituto Tecnológico de Massachusetts (MIT) y ha publicado investigaciones pioneras sobre diversos temas tales como la independencia de los bancos centrales y los tipos de cambio. También fue economista jefe del FMI entre 2001 y 2003, y es titular de la cátedra Maurits C. Boas de Economía Internacional en la Universidad de Harvard. Su libro más reciente, Our Dollar, Your Problem, analiza el ascenso del dólar estadounidense y los factores que podrían precipitar su caída. A continuación, Rogoff conversa sobre las conclusiones con Bruce Edwards de F&D.

F&D: ¿Cómo se convirtió el dólar de EE.UU. en la moneda de reserva dominante del sistema internacional?

KR: La respuesta corta es “dos guerras mundiales”. La Primera Guerra Mundial paralizó la economía británica, pero la libra esterlina siguió siendo, si no la moneda dominante, al menos una moneda que compartía la hegemonía con el dólar. Tras la Segunda Guerra Mundial, el Reino Unido quedó en la ruina y Estados Unidos, con cerca del 40% del PIB mundial, se convirtió en la única opción. De hecho, hacia el final de la guerra se alcanzó un acuerdo —no exento de tensiones con los británicos— por el cual todo el mundo debía vincular su moneda al dólar. Estados Unidos, por su parte, podía hacer prácticamente lo que quisiera, pero con una gran salvedad: debíamos convertir dólares en oro siempre que los acreedores oficiales lo solicitaran, lo que limitaba nuestro margen de maniobra. El título del libro se remonta a 1971, cuando el presidente Richard Nixon dejó atónito al mundo al anunciar: “¿Recuerdan lo que dijimos sobre intercambiar sus dólares por oro? Pues se acabó. Ya no vamos a hacerlo”.

F&D: ¿Qué ha cambiado hoy en cuanto al uso que hace Estados Unidos de la fortaleza del dólar para afianzar su posición en la economía mundial?

KR: Partamos de 1971, cuando Estados Unidos abandonó el patrón oro. En una reunión en Roma, los europeos y otros países que seguían el patrón dólar le preguntaron al secretario del Tesoro, John B. Connally: “¿Qué se supone que debemos hacer con todas estas letras del Tesoro estadounidense?”. Y Connally respondió: “Bueno, es nuestro dólar. Pero es su problema”. Esa arrogancia nunca me gustó, pero tras abandonar el patrón oro, Estados Unidos no tenía un plan para controlar la inflación. También era nuestro problema.

Avancemos hasta el día de hoy: estamos erosionando la independencia de la Reserva Federal y enfrentamos niveles problemáticos de déficit y deuda que amenazan la estabilidad financiera. Efectivamente, es un problema para todos, incluido Estados Unidos.

F&D: ¿Existen presiones que erosionan la independencia de los bancos centrales?

KR: Esas presiones existen desde hace mucho tiempo. Al hilo de mi primera visita al FMI en 1982, escribí el primer documento que argumentaba a favor de un banco central independiente y explicaba cómo esa podía ser una forma de contener la inflación. Otros también hicieron aportes con posterioridad. Creo que la independencia de los bancos centrales ha sido la innovación en materia de política económica más influyente de los últimos 70 años. Habrá quien discrepe, pero el hecho es que ha sido tan exitosa que muchos han olvidado por qué la necesitamos.

Incluso antes del presidente Trump, ya existían presiones populistas en las economías avanzadas —sobre todo procedentes de la izquierda— para que los bancos centrales se implicaran en temas de medio ambiente, desigualdad, etc. La pandemia fue una llamada de atención: quizá no había que desviarse tanto del mandato original. No obstante, las presiones siguen siendo intensas, especialmente en Estados Unidos, donde la Reserva Federal ocupa una posición algo particular. En cualquier caso, la independencia de los bancos centrales enfrenta presiones en todo el mundo, algo que ya me ha causado preocupación en el pasado, pero nunca tanta como ahora.

F&D: ¿Se ha visto la hegemonía del dólar amenazada por otras monedas en la historia reciente?

KR: Hubo una época en la que el yen tenía un peso considerable. Durante un tiempo pareció que la economía japonesa superaría a la de Estados Unidos. Algunos de mis distinguidos colegas de más edad en Harvard escribieron libros sobre cómo todos deberíamos imitar a Japón. En aquel entonces, la población de Japón era la mitad de la estadounidense, pero su mercado bursátil y de su sector inmobiliario estaban valorados por encima de los de Estados Unidos. Daba la impresión de que nos llevaban la delantera en todo. Sin embargo, ejercimos una fuerte presión sobre ellos y cedieron en demasiados frentes, lo que desembocó en una crisis financiera desastrosa. Las cosas podrían haber tomado otro rumbo.

En cuanto a China, su decisión de mantener de facto el renminbi básicamente vinculado al dólar funcionó durante mucho tiempo, pero hubo un período a comienzos de la década de 2000 —cuando yo era economista jefe del FMI— en el que les dijimos: “Ya no deberían hacer esto. Son un país grande y deberían tener su propia política monetaria. Fijar el tipo de cambio suele provocar que los precios de los bienes no transables —como las viviendas— suban demasiado rápido. Van a tener inflación”.

En su momento, no creo haber comprendido todas las dimensiones del problema al que se enfrentaba China, pero si el país no hubiera mantenido ese tipo de cambio fijo —que distorsionó su desarrollo y, con el tiempo, dejó de funcionarle—, la presencia global del dólar sería hoy mucho menor. En la actualidad, Asia representa la mitad del bloque del dólar, pero podría haber sido solo una cuarta parte, o incluso un tercio, si China no hubiera mantenido su moneda tan estrechamente ligada al dólar durante tanto tiempo.

Hay otros competidores marginales —como el euro, las criptomonedas y el renminbi— que están erosionando poco a poco la hegemonía del dólar. Sin embargo, el problema de fondo es que quizá los inversionistas ya no consideren esta moneda tan atractiva como antes y, para absorber una oferta que no deja de crecer, exijan tasas de interés más altas. El dólar podría conservar su condición de número uno, pero perder participación de mercado.

F&D: En el libro, usted sostiene que la deuda es el mayor riesgo para la fortaleza del dólar y cuestiona la idea, tan extendida, de que la deuda estadounidense es completamente segura. ¿Por qué?

KR: Existe la idea —en todas partes, pero especialmente en Estados Unidos— de que la deuda, en esencia, sale gratis, de que las tasas de interés serán siempre muy bajas y, por lo tanto, no hay motivo de preocupación. Pues bien, las tasas de interés han subido. Y además creo que las tasas de largo plazo se mantendrán elevadas durante mucho tiempo, al menos de media. Hay factores estructurales que las están empujando al alza, no solo en Estados Unidos sino también en el Reino Unido, Francia, Japón y prácticamente en todas partes.

Todo el mundo sabe lo duro que es que de repente te suban la hipoteca del 2% al 7%. Los rendimientos de los bonos del Tesoro no han aumentado tanto mientras que, en muy poco tiempo, nuestros pagos de intereses se han triplicado en relación con el PIB y ya superan el gasto en defensa. Estados Unidos tiene que adaptarse a este gran cambio y, por el momento, hay muy poca voluntad política de hacerlo. No culpo a ningún líder en particular; incluso con un presidente completamente distinto, seguiríamos teniendo un déficit enorme, pues puede resultar muy difícil convencer al Congreso y al pueblo estadounidense de que contengan el gasto hasta que la economía no esté al borde del precipicio.

Cuando la tasa de interés era cero, muchos economistas —incluidos algunos muy brillantes— pensaron que, por lo general, las economías avanzadas ya no necesitaban preocuparse por la deuda. Esta idea caló en el trabajo del FMI. Yo, por mi parte, di conferencias por todo el mundo advirtiendo que, si las tasas no se mantenían bajas, el servicio de la deuda se dispararía, pero me respondían que “no iban a subir”.

El tema preponderante era la teoría del estancamiento secular de Larry Summers. Paul Krugman también parecía sostener que las tasas de interés reales se mantendrían en cero indefinidamente. Olivier Blanchard, otro gran economista, formuló un argumento similar. Ahora bien, ¿y si todos ellos se equivocan? ¿Qué ocurriría si estallara una guerra o si fuera necesario un repunte abrupto del gasto militar? Tal vez las tasas de interés a largo plazo vuelvan a bajar, pero si eso no sucede bien pronto —y si la inteligencia artificial no logra generar un crecimiento políticamente sostenible, y no solo mayores beneficios a costa del trabajo—, podríamos enfrentarnos a serios problemas.

Esta entrevista ha sido editada a efectos de brevedad y claridad. Puede escuchar la entrevista completa en inglés en www.imf.org/podcasts.
 

BRUCE EDWARDS integra el equipo de Finanzas y Desarrollo.

Las opiniones expresadas en los artículos y otros materiales pertenecen a los autores; no reflejan necesariamente la política del FMI.