La proliferación de datos ofrece nuevas formas de entender la economía y permite replantearse qué es lo que se quiere medir, no solo la forma de hacerlo
No vemos el mundo como es, sino a nuestra imagen y semejanza. En el ámbito de los datos, los economistas tienen que replantearse qué información utilizan para reflejar la realidad de referencia y preguntarse cuál es la realidad que quieren documentar. La disciplina sufre de “deformación profesional”: tiende a ver la economía a través del prisma de un mundo de “datos pequeños”, su marco de referencia tradicional. Pero en un universo de “macrodatos”, donde la variedad, frecuencia y granularidad de las fuentes de datos (y las características que se miden) son muchísimo mayores, se precisa un planteamiento diferente.
Para hacernos una idea de cómo es ese choque entre la abundancia de información y el pensamiento tradicional, veamos un ejemplo de la historia del sector sanitario.
En 1990, General Electric (GE) actualizó el software de sus aparatos de imagen por resonancia magnética Signa, utilizados para exploraciones médicas. Los ingenieros habían detectado un defecto en el sistema que hacía que los tejidos que contenían lípidos se mostraran de forma comprimida. Pero cuando se empezaron a generar imágenes más precisas, muchos radiólogos se rebelaron. No estaban acostumbrados a ver las imágenes de mejor calidad y preferían seguir estudiando las antiguas. Algunos temían que las nuevas imágenes dieran lugar a errores de diagnóstico. GE no tuvo más remedio que incorporar en los aparatos la posibilidad de que los radiólogos vieran las imágenes antiguas, llamadas “clásicas”, en un guiño a la debacle del lanzamiento de la “nueva Coca-Cola” de unos años atrás.
Una imagen por resonancia magnética es una representación visual con fines informativos. No es la propia realidad que se está observando. Con los datos económicos, como el crecimiento, el desempleo, la inflación y demás, ocurre algo parecido. Los radiólogos de los años noventa preferían la información menos precisa porque estaban acostumbrados a las imágenes comprimidas y se habían especializado precisamente en trabajar con esas limitaciones. Se resistían a las imágenes de mejor calidad. ¿Existe el riesgo de que los economistas de hoy puedan caer en la misma trampa mental?
Galaxia de datos
A nuestro alrededor hay toda una galaxia de datos e inteligencia artificial, pero esto es algo muy nuevo. Hace un cuarto de siglo, la mayoría de las cosas que existían no tenían chips informáticos ni estaban conectadas a ninguna red. Eran los tiempos de antaño, de cartas en sobres con sello y fichas para el metro, despertadores de viaje y pagos con tarjeta de crédito para los que había que firmar un impreso en papel carbón después de pasarlo por una planchita calcadora. Nuestro reloj de pulsera no registraba nuestros ciclos de sueño y ejercicio. Nuestro teléfono inalámbrico no reconocía nuestro rostro y el banco no verificaba nuestra firma de voz. Los autos no tenían sistema de navegación por satélite y los conductores tenían que orientarse con mapas plegados de cualquier manera. No hay que ponerse nostálgicos: gracias a la digitalización de la sociedad, ahora podemos convertir en datos muchas actividades que antes era imposible datificar.
Esto permite entender la economía con más precisión, como un mejor reflejo de la realidad de referencia, de la cosa concreta que se está midiendo. Los datos se pueden obtener mucho más deprisa, quizá casi en tiempo real, y con más nivel de detalle: pueden referirse a pequeños segmentos o incluso a personas concretas, algo que con los métodos antiguos no se podía hacer. Se terminaba comprimiendo la información como en una resonancia magnética de antes de 1990. Hemos ganado en precisión, rapidez y nivel de detalle. Además, lo que se mide también puede cambiar, y esto conduce a nuevas formas de entender el mundo (y, por ende, ojalá mejorarlo).
Pero las entidades que están compilando la información pertenecen al sector privado, puesto que este es el que genera los datos en sus operaciones. Por ejemplo, las imágenes por satélite pueden monitorear el rendimiento de las cosechas. Los sitios web de ofertas de empleo pueden mostrar qué zonas urbanas están creciendo más deprisa que otras, y los portales inmobiliarios pueden indicar qué zonas están en declive. En muchos casos, las propias empresas forman parte de los flujos de datos de las operaciones de otras empresas. La empresa tramitadora de pagos de nómina ADP gestiona la nómina de uno de cada seis trabajadores en Estados Unidos: los economistas utilizan su informe mensual sobre el empleo para complementar los datos de la Oficina de Estadísticas Laborales de Estados Unidos.
Indicadores alternativos
Es posible que esos indicadores alternativos (llamados “alt-data”) no se compilen siguiendo métodos tan académicamente rigurosos como los de los organismos de estadística estatales. Para sacar partido de los datos tiene que producirse un cambio de mentalidad en los profesionales de hoy. Quizá tengan que reconsiderar su propia responsabilidad, que abarca desde generar información hasta trabajar con el sector privado, pasando por reforzar la integridad de los datos y validarlos para que se puedan utilizar con fines más amplios. En cierto modo, es una vuelta a los orígenes de esta disciplina.
El término estadística procede del alemán “Statistik”, acuñado a mediados del siglo XVIII con el significado de “ciencia del estado”. Los indicadores pueden estar basados en la inferencia, es decir, la generalización a partir de algo que se puede medir fácilmente para sacar conclusiones sobre otra cosa que es difícil de analizar. Algunas cosas resultaban muy caras o imposibles de contar, por lo que la práctica aceptada consistía en encontrar variables sustitutivas y extrapolar. Este enfoque es característico de las primeras etapas de la estadística. “Parece que la ciudad irlandesa de Dublín tiene más chimeneas que Bristol y, por tanto, más población”, escribió William Petty en la década de 1680 al comienzo de un ensayo sobre “aritmética política” para estimar poblaciones.
En la actualidad, las economías desarrolladas dedican miles de millones de dólares anualmente a generar indicadores económicos y sociales fiables. Para los sumos sacerdotes y sacerdotisas de los indicadores oficiales, se trata de una vocación sagrada, una señal de civilización. “El conocimiento es poder: la estadística es democracia”. Esta célebre cita se atribuye a Olavi Niitamo, quien estuvo al frente de las estadísticas de Finlandia de 1979 a 1992.
Los datos no son más que un simulacro de aquello que se pretende cuantificar, calificar y registrar. Son una abstracción. No son la cosa en sí, igual que un mapa no es un territorio y una simulación meteorológica no nos puede mojar. Los datos contienen un “cociente de información” de lo que representan. El mundo cambia, y las estadísticas con que los científicos sociales toman las medidas del ser humano también tienen que hacerlo. Aunque los filósofos mundanos adopten métodos más serios para establecer una ciencia lúgubre, se siguen utilizando variables sustitutivas y extrapolaciones.
Los datos anecdóticos
Alan Greenspan, presidente de la Reserva Federal de 1987 a 2006, es bien conocido por su cuestionado uso de los datos anecdóticos (también llamados “anecdata”) para adelantarse a los indicadores oficiales. Cuando era un joven economista, analizaba datos como las ventas de ropa interior para hombres. Según su razonamiento, son un barómetro económico: la gente gasta menos en cosas de este tipo cuando tiene que apretarse el cinturón.
Sus sucesores en la Reserva Federal siguieron su ejemplo. A comienzos de la crisis financiera de 2008, apenas unos días después de la caída de Lehman Brothers, Janet Yellen, que entonces presidía el Banco de la Reserva Federal de San Francisco, advirtió de una fuerte desaceleración económica en una reunión del Comité de Operaciones de Mercado Abierto de la Reserva Federal. “Los cirujanos plásticos y los dentistas del East Bay dicen que los pacientes están aplazando los procedimientos electivos” —señaló, según consta en las transcripciones que se publicaron cinco años después—. “Ya no hacen falta reservas en muchos restaurantes elegantes”. Sus colegas se rieron.
¿Cómo le fue al instituto de estadística? En el cuarto trimestre de 2008, la primera cifra publicada para los Estados Unidos indicaba una reducción del 3,8% del PIB. Apenas un mes después, el dato se revisó: la caída era del 6,2%. En la revisión final, en julio de 2011, el dato se calculó de nuevo y se determinó que la caída había sido del 8,9%. Fue la mayor revisión a la baja del PIB en la historia, de más del doble de lo que se había comunicado inicialmente. Quizás habrían venido bien los indicadores alternativos.
Las nuevas fuentes de datos podrían haber funcionado más rápido y mejor que los indicadores existentes, y con más detalle. Por ejemplo, ADP, la empresa de pagos de nómina, podría haber detectado una reducción en el número de empleados y una ralentización de los aumentos salariales. A lo mejor las búsquedas en Google sobre compras de viviendas hayan caído en picado. De igual manera, los sitios web de ofertas de empleo para profesionales, como LinkedIn e Indeed, tienen información sobre los anuncios de vacantes, y no solo sobre los que se publican, sino también sobre los que se eliminan. (Los inversionistas utilizan esos datos porque son un indicador anticipado de inestabilidad empresarial y de rebajas en las calificaciones de los analistas y, por lo tanto, de los precios de las acciones).
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Herramienta de transparencia
En tiempos de crisis, los indicadores oficiales pueden fallar debido a retrasos en la presentación de los datos. Los datos alternativos tuvieron un gran momento al comienzo de la pandemia de COVID-19. En los dispositivos de Apple y Android, los sistemas GPS detectaron una reducción de las visitas a las tiendas, y también revelaron dónde se estaban incumpliendo las órdenes de confinamiento. De igual forma, cuando se paralizaron los servicios gubernamentales en Estados Unidos en octubre de 2025, los organismos de estadística no podían publicar datos, por lo que el sector privado colmó ese vacío. Las tendencias del empleo procedieron de ADP y Carlyle, un fondo de capital riesgo que gestiona 277 empresas con un total de 730.000 empleados.
Los datos alternativos sirven como mecanismo de control a los gobiernos. Los datos oficiales sobre la inflación en Argentina llegaron a tal nivel de ridiculez a comienzos de la década de 2010 que The Economist pasó a utilizar en su lugar datos de PriceStats, una empresa fundada por dos economistas de la Escuela de Negocios de la Universidad de Harvard y el Instituto de Tecnología de Massachusetts. Esta empresa hace un seguimiento de los cambios diarios en 800.000 precios de 40 millones de productos en 25 economías. Ante las preguntas surgidas acerca de la integridad de los datos de Estados Unidos después de que el presidente Donald Trump destituyera a la comisionada de la Oficina de Estadísticas Laborales en agosto de 2025 tras un informe negativo sobre empleo, los datos alternativos pueden ser una herramienta independiente para la transparencia.
La plétora de nuevas fuentes de datos y técnicas es especialmente importante en las economías en desarrollo, que carecen de la capacidad institucional, los fondos, las aptitudes y la voluntad política que se precisan para recopilar, analizar y comunicar estadísticas. Si se abordan con creatividad, los datos del sector privado pueden ser transformadores. Por ejemplo, muchas economías en desarrollo no pueden costear los equipos necesarios para medir fenómenos meteorológicos en zonas remotas, como las precipitaciones, lo que permitiría enviar alertas tempranas de inundación. Pero los operadores de telefonía móvil tienen torres de telefonía celular en todo el territorio. Esas torres se comunican entre sí constantemente para intercambiar información sobre la red y transferir el tráfico. Pero la señal pierde fuerza cuando llueve, y esto permite medir la precipitación. Se necesita más originalidad de este tipo para suplir la falta de datos en los lugares pobres.
De todas formas, crear indicadores más precisos, detallados y oportunos no significa gran cosa si no hay forma de utilizarlos de manera eficaz. “A menos que, al mismo tiempo, vayamos a elevar el ritmo de implementación, los macrodatos tienen una utilidad limitada”, dijo Greenspan en una entrevista que le hice por correo electrónico en 2014.
Un mundo feliz
Además, lo que está en juego va más allá de la necesidad de mejorar lo que ya existe o colmar las lagunas conocidas. La datificación de las actividades que nunca se han traducido en datos ofrece una oportunidad única de aprender cosas nuevas sobre el mundo. La sociedad está apenas en los albores de una gran transformación de su capacidad de entender.
Una dimensión preliminar de esta transformación es el “gráfico económico” de LinkedIn, que mide las actividades laborales de 1.200 millones de personas, 67 millones de empresas, 15 millones de empleos, 41.000 aptitudes y 133.000 escuelas. Muchos países lo utilizan para responder a preguntas como “¿Qué aptitudes están creciendo más deprisa, dónde está aumentado o disminuyendo el empleo, cuán difícil resultan los cambios de trayectoria profesional en cada ocupación y en qué sectores y países hay más mujeres en puestos directivos?” Esta información nunca se había podido seguir, analizar ni comparar hasta ahora.
Un análisis tan profundo de la información personal podría parecer una amenaza para la privacidad, no tiene por qué ser así. Existen técnicas avanzadas de procesamiento de datos —con nombres que recuerdan la era espacial, como aprendizaje federado, cifrado homomórfico, computación multipartita segura y privacidad diferencial— que permiten analizar datos cifrados, por lo que la verdadera información no es visible para quien procesa los datos. El sistema está todavía en una etapa muy temprana, puesto que es difícil de manejar, pero ya hay empresas y organismos de estadística que están experimentando con él.
Por supuesto, hay limitaciones al uso de datos de empresas “en su estado natural”. Muchas veces se trata de datos residuales, es decir, generados como subproducto de la actividad empresarial normal de una compañía, por lo que contienen los mismos sesgos de ese entorno. Las empresas de Carlyle aceptaron ser adquiridas por un fondo de capital riesgo y, por tanto, tal vez no eran las más sólidas; LinkedIn probablemente tenga más miembros profesionales que de clase trabajadora (y, por tanto, a lo mejor tiene sesgos hacia los grupos con mayores ingresos); ADP no tiene información sobre el empleo en la economía gris (quienes se dedican a cuidar niños, limpiar casas o lavar autos, por ejemplo), cuyas cifras quizá sean un indicador aún más preciso de la salud de la economía.
Además, no se puede depender por completo de los datos alternativos porque no hay garantías de que siempre vayan a estar disponibles. Por ejemplo, la empresa estadounidense de software Intuit elaboró un índice de pequeños negocios con datos agregados extraídos de su software de contabilidad QuickBooks. En 2015 dejó de generar estos informes y después, en 2023, los volvió a lanzar, pero con una metodología distinta y más sólida. Por tanto, el futuro no se basará solamente en los datos alternativos, sino en una combinación de fuentes oficiales y oficiosas complementarias. Aun así, este es un mundo feliz.
Indicadores modernos
Y así, volvemos a las resonancias magnéticas. La tecnología de imágenes por resonancia magnética se remonta a 1974, cuando la patentó Raymond Damadian, de la Universidad Estatal de Nueva York, como un medio no invasivo para detectar el cáncer. Ese mismo año se produjo una devastadora recesión en Estados Unidos que inspiró a un economista de la Universidad de Yale y antiguo asesor de la Casa Blanca, Arthur Okun, para crear un nuevo indicador capaz de mostrar su impacto en las personas, y no en la economía en general como concepto abstracto.
Su índice de malestar económico, que más tarde pasó a llamarse “índice de miseria”, llegó a ser muy conocido en el contexto político estadounidense. Ronald Reagan se valió de él para imponerse a Jimmy Carter en las elecciones presidenciales de 1980. Pero no es más que la suma de las cifras de desempleo e inflación. No es difícil imaginar un indicador moderno para la era de la inteligencia artificial.
Podría recopilar información sobre las distintas formas en que cada uno expresa su malestar, empezando por los cambios en los patrones de gasto, por ejemplo, no mediante una cifra tosca sobre el descenso del consumo, sino sobre la sustitución de un buen bistec por una sopa de sobre. Lo mismo con las facturas de agua o electricidad pendientes de pago o las cuotas vencidas del crédito para la compra de un vehículo. También se incluirían los incidentes de violencia al volante, manejo errático y colisiones leves, no de forma acumulada, sino individualizada. Los Apple Watch pueden llevar un registro de la calidad del sueño y el nivel de estrés durante el día. En las calles, tiendas y oficinas hay cámaras de circuito cerrado con capacidad de reconocimiento facial que pueden registrar las emociones de las personas. Los retretes tienen biosensores capaces de medir los niveles de hormonas de los usuarios, como el cortisol o la epinefrina, que se elevan en los momentos de ansiedad.
No se puede llegar más cerca de la realidad de referencia. Seguramente estos datos de ciencia ficción a muchos les sonarán aterradores: las implicaciones en cuanto a privacidad son preocupantes, por mucho que los datos, en teoría, se puedan anonimizar. Si el Estado dispone de esta información, ¿no tiene el deber de intervenir para ayudar a las personas y proteger a la sociedad? T. S. Eliot se lamentaba: “Después de tal conocimiento, ¿qué perdón?”
Esos datos alternativos no se van a materializar pronto, y quizá nunca. Los paradigmas solo cambian cuando se renuevan las generaciones. Además, el “techlash” —la reacción contra la tecnología— está cobrando fuerza porque el público desconfía cada vez más del uso indiscriminado de los datos, y el optimismo de las primeras etapas de Internet se está desvaneciendo. Lo ideal sería que los científicos sociales de hoy tuvieran la dedicación, la ética y la flexibilidad mental necesarias para aprovechar lo mejor de la inteligencia artificial y los macrodatos y evitar sus inconvenientes. Después de todo, los radiólogos ya no necesitan la versión “clásica” de las resonancias magnéticas.Las opiniones expresadas en los artículos y otros materiales pertenecen a los autores; no reflejan necesariamente la política del FMI.







