El precio oculto de los datos

LAURA VELDKAMP

Diciembre de 2025

foto: iStock / AntonioSolano

Revelar el verdadero precio de los datos puede transformar a usuarios pasivos en proveedores activos que exigen un precio justo

Los datos son el combustible de los algoritmos de inteligencia artificial que han empujado a los mercados bursátiles a máximos históricos con la promesa de transformar las economías. Pero ¿cómo determinar su valor? Los datos no se extraen en una mina ni se forjan en una fábrica; más bien, se acumulan, invisibles, como derivados de la vida moderna: cada búsqueda, clic o paseo matutino con el teléfono en el bolsillo deja un rastro de información que alguien, en algún lugar, puede usar.

Cuando un bien no tiene un precio observable, como ocurre por ejemplo con los servicios públicos, solemos valorarlo en función del costo. Los datos, sin embargo, no tienen un costo explícito. Cuando un minorista registra una venta o una aplicación cartográfica registra nuestra ubicación, se produce un dato. Obviamente, las empresas gastan fortunas en procesar, analizar y transformar datos. Contratan a ejércitos de expertos e invierten en infraestructura informática para extraer del ruido un patrón. Sin embargo, los datos brutos subyacentes son como los gases del tubo de escape de nuestro motor económico. ¿Cómo valorar algo que, sencillamente, aparece?

La verdad es que los datos no son gratuitos: todos somos productores remunerados de datos. Cuando nos apercibimos de que los datos nacen de las transacciones, surge una lógica económica más profunda. Si una empresa que busca maximizar sus beneficios encuentra valor en los datos que recibe de sus clientes, eso le supone un incentivo para promover las transacciones, ya que más transacciones significan más datos. Los clientes, por su parte, compran más cuando pagan menos. Las empresas que no ofrecen rebajas de precio ceden clientes a la competencia; para incrementar los beneficios, se ven obligadas a hacer descuentos, no por una cuestión de equidad sino para generar más ventas y más datos.

La mayor parte de la economía de hoy opera en función de ese acuerdo tácito. Cada compra digital, cada descarga de una aplicación, cada clic es una transacción doble: los consumidores compran un bien o un servicio y, al mismo tiempo, venden sus datos. El precio observable —la cantidad de dinero que cambia de manos— es en realidad el precio neto de estos dos intercambios. Las empresas obtienen ingresos y datos; los consumidores, productos y comodidad.

Agrupación de precios

El problema radica en que, como consumidores, no sabemos qué precio pagamos ni qué descuento recibimos a cambio de los datos. No hay manera de determinar si la transacción es equitativa. Por lo general, los consumidores no tienen la opción de comprar un bien sin vender datos. Hacer que dos transacciones ocurran simultáneamente —en este caso, una venta de datos y una compra de un producto— es lo que los economistas denominan agrupación. Gracias a esa maniobra, se garantiza que el consumidor se beneficie menos porque se le oculta el precio de los datos.

Imagínese que viaja a un país que usa otra moneda. El primer día, paga 18 dólares por un almuerzo que debería costar 3, pero al cabo de unos días, habrá aprendido cuándo regatear, cuándo irse sin comprar y qué precio es justo. En la economía digital, vivimos perpetuamente el primer día del turista. Vendemos datos cada vez que hacemos clic o compramos en Internet, pero, como se trata de una transacción agrupada, nunca vemos el precio y la experiencia no nos enseña nada.

Si las regulaciones obligaran a las empresas a desagrupar las transacciones —a publicar tanto el precio de la transacción con la cesión del derecho de uso de los datos, como el precio de la transacción privada—, habría más claridad en el mercado de datos. Los consumidores verían el descuento por los datos; algunos decidirían que es justo y otros no entregarían los datos a menos que el descuento fuera sustancial. Con el tiempo, dejarían de ser turistas ingenuos para convertirse en astutos proveedores de datos que exigirían su parte de las ganancias de la economía digital.

El reto para los economistas y las autoridades es convertir los datos —un activo invisible que nos rodea— en algo que podamos contar, contener y valorar poniéndole un precio. Los economistas han comenzado a crear herramientas para medir datos. Cada método adopta su propia perspectiva del “valor” y servirá en diferentes situaciones.

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Cinco enfoques

Primero, el enfoque de precios de mercado. Algunos datos se compran y venden en mercados abiertos mediante plataformas como Snowflake o Datarade, donde se comercializan conjuntos de datos, pero estos no constituyen una muestra representativa de datos con importancia económica. La mayor parte de las empresas no venden los datos más valiosos porque son fundamentales para mantener la ventaja competitiva. Ahora bien, para el subconjunto de datos representados en estos mercados, el precio es prueba fehaciente del valor.

Segundo, el enfoque del ingreso. Aquí los datos funcionan como cualquier otro activo productivo: valen el ingreso extra que generan. Este método plantea una pregunta hipotética: ¿cuáles serían las utilidades si la empresa no tuviera algunos datos? Este enfoque requiere un modelo capaz de proyectar cuáles habrían sido las utilidades si faltaran datos. En el sector de las finanzas, este cálculo es factible porque sabemos que los inversionistas usan datos para comprar más activos con alta rentabilidad; en otros ámbitos, los datos pueden tener múltiples usos más difíciles de medir y cuantificar.

Tercero, el enfoque de los insumos complementarios. Una manera de inferir el valor de los datos de una empresa es observar los recursos que dedica a gestionarlos y explotarlos. Los datos no generan valor por sí solos; se convierten en productivos únicamente en combinación con personas y herramientas. Si sabemos cuánta mano de obra y potencia informática dedica una empresa a los datos, y cuánto le cuesta, podemos deducir el valor implícito de los datos que hacen que valga la pena gastar en ellos. El cálculo es indirecto, pero el indicio más contundente de que algo es valioso es que la empresa gaste dinero de verdad para usarlo.

Cuarto, el enfoque del comportamiento correlacionado. Si los datos mejoran las decisiones, debería existir una correspondencia entre lo que hacen las personas y la recompensa que obtienen. Los economistas pueden medir esa correlación entre acto y recompensa para estimar cuánta información tiene que haber fundamentado la decisión. En los mercados de consumo, quizá habría que observar en qué grado coinciden las recomendaciones con las compras, o con qué precisión almacena una empresa productos que se venderán bien. Una fuerte covarianza implica que se manejan datos valiosos. Este enfoque mide los datos en función de su huella en el comportamiento.

Por último, el enfoque de la contabilidad de costos. De manera instintiva, los contadores sencillamente suman las facturas para llegar a los datos. En cierta medida, el nuevo Sistema de Cuentas Nacionales de las Naciones Unidas hace lo propio al contar como activos los conjuntos de datos adquiridos. El problema es que con la mayoría de los datos no hay compra, sino trueque. Los consumidores “pagan” con información cuando compran bienes o utilizan servicios digitales. Esos descuentos implícitos rara vez aparecen en los libros. Una verdadera contabilidad de costos aplicada a los datos tendría que imputar el valor de cada peso o centavo descontado de cada compra para incentivar las transacciones y la consiguiente entrega de datos.

Este es el enfoque más sencillo y el más difícil en la práctica, porque requiere ver transacciones de datos que nunca se han desglosado. La contabilidad de costos sería factible si las transacciones de datos y bienes se desagruparan, exigiendo un cálculo separado de los precios con y sin derecho de uso de los datos.

Hacia la cuantificación
Combinados, estos cinco enfoques describen una clase de activos invisibles. Individualmente, cada uno capta una faceta del valor de los datos: la mano de obra dedicada, los ingresos percibidos, la precisión del comportamiento, el precio de mercado o el costo implícito. Ninguno es infalible, factible en todos los casos ni holístico en la medición, que es siempre imperfecta. Sin embargo, para tomar decisiones fundamentadas y elaborar políticas sólidas, debemos trasladar los datos del terreno de la intuición al de la cuantificación. Mientras no se consiga, la economía funcionará con un recurso sobre cuyo precio solo cabe conjeturar, y cuyo valor puede explotar sin trabas Silicon Valley.

LAURA VELDKAMP es titular de la cátedra Leon G. Cooperman de Finanzas y Economía en la Facultad de Ciencias Empresariales de la Universidad de Columbia, y autora de The Data Economy: Tools and Applications.

Las opiniones expresadas en los artículos y otros materiales pertenecen a los autores; no reflejan necesariamente la política del FMI.