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La inflación nos enseña que es la oferta, y no la demanda, la que constriñe las economías, y que el endeudamiento público es finito

El inesperado repunte de la inflación ha supuesto un bofetón que nos demuestra que las ideas de consenso de la política económica son equivocadas y deben cambiarse. Afortunadamente, las “nuevas” ideas que necesitamos ya han sido probadas y están a la espera de que recurramos a ellas.

La inflación aparece cuando la demanda agregada es superior a la oferta agregada. No es difícil determinar la fuente de esta demanda: ante los trastornos causados por la pandemia, el gobierno estadounidense envió a ciudadanos y empresas cheques por un valor aproximado de USD 5 billones, de los cuales USD 3 billones eran moneda recién impresa, sin planes de reembolso. Otros países aprobaron expansiones fiscales similares y cosecharon una inflación proporcional. La oferta es más discutida. Durante la pandemia, se contrajo. Aun así, la inflación se disparó una vez superada la peor parte de la pandemia y muchos sectores afectados por “shocks de oferta” recuperaron el nivel de producción anterior, pero no podían cubrir la demanda.

Sin embargo, en el fondo poco importa saber en qué medida la inflación es atribuible a la demanda, inducida por el relajamiento de la política fiscal o monetaria, y en qué medida a la reducción de la oferta. La inflación nos obliga a enfrentar el hecho de que la “oferta”, la capacidad productiva de la economía, es mucho más limitada de lo que solía creer la mayor parte de la gente. Los mantras de la década de 2010 —el “estancamiento secular”, la “teoría monetaria moderna”, el “estímulo”—, que predicaban que la prosperidad pasaba únicamente por que el gobierno se endeudase o imprimiese una gran cantidad de moneda para distribuirla, han quedado en el cajón del olvido. Fue lo que se pidió. Se lo intentó. Y el resultado fue inflación, no un auge.

Los mantras de la década de 2010 —el ‘estancamiento secular’, la ‘teoría monetaria moderna’, el ‘estímulo’—, que predicaban que la prosperidad pasaba únicamente por que el gobierno se endeudase o imprimiese una gran cantidad de moneda para distribuirla, han quedado en el cajón del olvido.

Para crecer, una economía con poca oferta requiere una política orientada a la oferta, no estímulo. Ahora el “empleo” es un costo, no un beneficio. Con un desempleo de 3,7% en Estados Unidos, todo trabajador empleado en un programa público de generación de empleo es un trabajador que no desempeña una labor más importante. Las normativas hacen que construir vivienda resulte demasiado caro y requiera demasiado tiempo. Un sistema de inmigración coherente permite la entrada de personas que trabajan, producen y pagan impuestos. Necesitamos infraestructura pública, pero su costo exorbitante es prohibitivo. Los aranceles que nos obligan a pagar de más por productos extranjeros de mejor calidad no hacen sino drenar la economía. Las políticas centradas en el “quién recibe qué” deben reorientarse hacia los incentivos, que son la clave del crecimiento.

El cáncer del estancamiento económico

El estancamiento es el cáncer económico insidioso de nuestra era. Después de 2000, el crecimiento en Estados Unidos se desplomó a la mitad. En Europa y el Reino Unido, el estancamiento es todavía mayor. Italia no registra crecimiento en cifras per cápita desde 2007. Reavivar el crecimiento a largo plazo asfixia las demás políticas, y solo la oferta, la eficiencia, la productividad y la política orientada a los incentivos pueden hacerlo.

La idea de que la demanda de deuda pública es ilimitada, con expresiones de moda como “saturación del ahorro” o “escasez de activos seguros”, también ha demostrado ser errada. Estados Unidos, el Reino Unido y Europa parecen capaces de endeudarse en aproximadamente el 100% del PIB. El aumento de la deuda provoca la subida de las tasas de interés, problemas de endeudamiento e inflación, ya que la gente intenta gastar la deuda extra en vez de mantenerla como inversión sólida.

A partir de ahora, los gobiernos tienen que gastar el dinero como si tuviesen que recaudar impuestos para pagarlo, ahora o más adelante. Así lo hacen. Las proyecciones de que la deuda aumentará hasta el 200% del PIB si los déficits primarios se mantienen perennemente en el 5%–10% del PIB sencillamente no se materializarán. Peor aún: hemos perdido la capacidad fiscal necesaria para reaccionar a los shocks. Si la respuesta de USD 5 billones ante la pandemia representa más deuda de la que la gente puede asumir y ha provocado inflación, la respuesta de USD 10 billones ante la próxima crisis será aún más problemática.

La izquierda quiere gastar billones de dólares en subsidios climáticos ineficientes, como los destinados a vehículos eléctricos descomunales fabricados en Estados Unidos por trabajadores sindicados, con piezas nacionales. La derecha quiere gastar billones de dólares en protección y subsidios industriales, en un vano (e insensato) intento por revivir las manufacturas de la década de 1950. La política industrial supondrá para los chips lo que la Ley Jones (la Ley de la Marina Mercante de 1920) supuso para el transporte marítimo. Como el dinero ha dejado de ser gratis, solo podemos gastarlo en lo que de verdad funciona.

Las lecciones de la inflación

De esta inflación pueden extraerse dos profundas lecciones en materia de política monetaria y financiera. En primer lugar, los bancos centrales no controlan del todo la inflación. Además, la integridad fiscal es indispensable para controlarla. En segundo lugar, la explosión fiscal fue en parte un rescate financiero, entre otras cosas por el apoyo a la deuda del Tesoro, municipal y empresarial, y a fondos del mercado monetario, aerolíneas y otros. La promesa básica de “no más rescates” de la Ley Dodd-Frank de Reforma de Wall Street y Protección del Consumidor no se ha cumplido. En mi opinión, otras 100.000 reglamentaciones también fracasarán; la única respuesta posible es la visión clásica y simple de una banca financiada con capital.

Quizá las ideas no sean nuevas. Pues qué mejor. En economía, el progreso nunca ha venido de la mano de los pontificadores que instan a otros a echar nuevos ingredientes a la olla —cosas como “preocuparse más por las personas”, “tener en cuenta la psicología”, “combinar política y economía”, incorporar complicaciones “del mundo real” o ideas “heterodoxas”— mezclar y esperar obtener un potaje fácil de digerir. En economía, el progreso siempre ha venido de las respuestas, elaboradas con paciencia y comprobadas con observaciones, que simplifican la realidad convirtiéndola en postulados de causa y efecto con los que se puede trabajar. El problema de la formulación de la política económica es el exceso de expertos que acuden a Washington para exigir billones de dólares de gasto e infinidad de intrusiones en asuntos ajenos, sobre la base de unos guisos de ideas novedosas a medio cocer. La política económica debe fundamentarse en conceptos probados. Cuando los economistas intentan aportar ideas que parecen novedosas en respuesta a reivindicaciones políticas, lo que hacen es propiciar malas decisiones económicas y políticas. Además, lo que nos parece viejo también puede parecer novedoso. Doscientos cincuenta años después, las ideas de Adam Smith les siguen pareciendo novedosas a la mayoría de los políticos.

John H. Cochrane es profesor emérito de la cátedra Rose-Marie y Jack Anderson en la Institución Hoover de la Universidad de Stanford, es investigador adjunto del Instituto Catón y autor de The Fiscal Theory of the Price Level.

Las opiniones expresadas en artículos y otros materiales pertenecen a los autores; no reflejan necesariamente la política del FMI.