¿Por qué prosperan y fracasan las civilizaciones?

JOHAN NORBERG

Diciembre de 2025

foto: Max Drekker

De Atenas a la anglosfera actual, pasando por los abasíes, la creatividad y el comercio impulsan la grandeza

La Bagdad del siglo IX, capital del califato abasí, fue diseñada en forma de círculo perfecto en honor al geómetra griego Euclides. El imperio, que se había enriquecido gracias al comercio de bienes e ideas, auspició una campaña de traducción con el objetivo de recabar los conocimientos atesorados por las muchas culturas con las que se relacionaba.

Una mentalidad abierta fue una de las claves del éxito de siete grandes civilizaciones, a lo largo de 2.500 años. Las enseñanzas prácticas de estas culturas revisten una enorme importancia en el contexto actual, visto que muchos países optan de nuevo por levantar muros físicos, económicos y digitales, y por aislarse de las nuevas ideas.

Mediante protección y control, los líderes prometen seguridad, grandeza y la vuelta a una edad dorada imaginaria; un relato que resulta familiar y tentador cuando el futuro es incierto. Sin embargo, el relato histórico es muy distinto.

Las sociedades más prósperas y seguras no se escondían del resto del mundo. Tenían la confianza suficiente para mantenerse abiertas al comercio y las ideas, dejando que lo nuevo pusiese en duda lo conocido. El progreso surge cuando se experimenta, se pide prestado y se combinan ideas de una forma imposible de prever; el declive, cuando el miedo vence a la curiosidad.

Estas son algunas de las lecciones más importantes que podemos extraer de las verdaderas edades de oro de la historia, y que analizo en mi nuevo libro, titulado Peak Human: What We Can Learn from the Rise and Fall of Golden Ages.

Los secretos de las siete

Aun siendo muy distintas, todas las culturas examinadas —desde la antigua Atenas hasta la anglosfera moderna— tienen, de manera sorprendente, varias cosas en común. Todas ellas propiciaron períodos de intensa innovación y se caracterizaron por la creatividad cultural, los descubrimientos científicos, el avance tecnológico y el crecimiento económico.

Claro está que no fueron de oro para todo el mundo. Todas ellas practicaron la esclavitud y, hasta hace muy poco, negaban a las mujeres la mayoría de sus derechos. La clasicista Mary Beard ha observado que cuando sus lectores sienten envidia por cómo se vivía en la antigua Roma, siempre parecen imaginar que habrían sido senadores —una minúscula elite de unos cientos de hombres—, y no uno de los millones de esclavos.

Ahora bien, la pobreza y la opresión han sido la norma en la historia de la humanidad. Lo que hizo únicas a estas siete culturas fue que, a pesar de todo, ofrecieron mayor libertad, más progreso y mejores condiciones de vida a un porcentaje mayor de la población que otras civilizaciones de la época.

¿Y cuál fue el secreto? Pues ni la geografía, ni el origen étnico, ni la religión. Las culturas creativas y abiertas surgieron en los lugares más inusitados, a menudo en terrenos escarpados y suelos áridos, y con escasez de recursos naturales. Una región considerada periférica en una era podría liderar la siguiente.

Mentalidad abierta

Las grandes civilizaciones han sido variopintas: paganas, musulmanas, confucianas, cristianas o laicas. Lo importante no es el contenido de su credo, sino que no se enrocaron en la ortodoxia.

La grandeza surge cuando la imitación lleva a la innovación. Estas civilizaciones no inventaron todos los avances que las llevaron al éxito, sino que los tomaron prestados o los robaron de otras culturas. Atenas aprendió de sus culturas vecinas —la mesopotámica, la egipcia y la fenicia— y de otro millar de ciudades-estado griegas. Los abasíes construyeron deliberadamente su capital, Bagdad, en lo que se ha descrito como “la encrucijada del universo”, para tener acceso a los bienes, las habilidades y los descubrimientos de otros.

La apertura al comercio internacional expuso estas culturas a nuevas costumbres, limitando así la creencia de que solo hay una forma correcta de hacer las cosas, ya sea en religión, política, arte o producción. Las potencias marítimas, en particular, se aventuraron más lejos y descubrieron más.

Durante el Renacimiento, los mercaderes italianos regresaron de sus rutas comerciales con los números arábigos y textos en árabe. Los mercaderes británicos, en sus viajes a oriente, encontraron porcelana y telas que servirían de inspiración para la producción interna.

Los romanos absorbieron métodos y pueblos gracias a una especie de tolerancia estratégica a las diferencias culturales durante sus brutales conquistas, lo que les permitió adquirir constantemente mejores tecnologías y encontrar nuevos talentos para la legión, e incluso el Senado. Al igual que ocurre hoy en Estados Unidos, la República de los Siete Países Bajos Unidos atrajo un flujo constante de energía y talento nuevo cuando abrió sus puertas a los inmigrantes de otras culturas, desde los artesanos que impulsaron la industria textil hasta los disidentes que dieron inicio a la Ilustración.

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Innovación indómita

Sin embargo, la mera imitación no es suficiente. Para avanzar hacia la autosuficiencia, las influencias importadas debían mezclarse con ideas y prácticas locales de forma que generasen innovaciones transformadoras: desde mejoras en las cosechas y utensilios de guerra hasta expresiones artísticas e instrumentos financieros novedosos.

Para aportar algo nuevo al mundo es preciso dejar que la gente experimente e intercambie teorías, métodos y tecnologías, incluso cuando ello incomode a las elites o las mayorías. Joel Mokyr, historiador económico y premio nobel, asegura que todas las grandes innovaciones suponen “un acto de rebeldía contra las convenciones y los intereses creados”.

Llegado a un punto, el progreso se afianzaba por sí solo, ya que reformulaba la manera en que estas culturas se concebían a sí mismas. Allí donde las nuevas influencias y combinaciones mejoraban el nivel de vida, propagándose todavía más, en algunos casos se generó una cultura marcada por la creatividad constante y autorrenovadora: una cultura optimista. Esto resultó decisivo.

Pero, si las creencias generalizadas y los intereses creados tienen poder de veto, poca cosa sucede.

En estas culturas creativas, esto no solía ser el caso. En Atenas había democracia directa: todo hombre libre tenía voz y voto en la asamblea. Las ciudades-estado italianas y la República de los Siete Países Bajos Unidos estaban gobernadas por los ricos, pero el poder se encontraba repartido y existían mecanismos para controlar la arbitrariedad. La división de poderes, en alguna de sus formas, ha sido siempre esencial para proteger la libertad y la innovación, algo que los fundadores de Estados Unidos aprendieron al estudiar a los antiguos.

Los gobernantes del Imperio romano, del califato abasí y de la dinastía Song de China tenían poder para decidir quién vivía y quién moría. No obstante, se veían limitados por sistemas jurídicos y derechos individuales que debían respetar, aunque recordárselos podía ser peligroso, y lo mejor era hacerlo cuando el gobernante estuviese de muy buen humor.

Un entorno favorable

Innovar es difícil, y el éxito nunca está garantizado. Por tanto, el progreso depende de que el clima cultural sea alentador: que exista la creencia de que lo nuevo valdrá la pena, que puede funcionar y que la recompensa será generosa, como ocurrió durante el Renacimiento y la Revolución Industrial, y como ocurre hoy en día.

Además de mecenas y patentes, se necesitan modelos a seguir: personas que demuestren que no existe lo imposible, que sirvan de inspiración, enseñen y cuestionen. Por eso la creatividad tiende a concentrarse en lugares, como fue el caso de los filósofos atenienses y los artistas de la Italia renacentista, o los pioneros tecnológicos de Silicon Valley.

En la Florencia renacentista, Michelangelo se burlaba de Leonardo da Vinci por ser un procrastinador y no terminar la mayoría de sus obras. Leonardo, por su parte, pensaba que las esculturas excesivamente musculosas de Michelangelo se parecían más a sacos de nueces que a personas de verdad. Ambos tenían parte de razón, y su rivalidad los llevó a crear obras aún más impresionantes.

El pesimismo, esa sensación de que no hay esperanza y de que todo esfuerzo es en vano, acarrea su propio cumplimiento. Precisamente ahí está la clave para entender por qué las edades de oro terminan perdiendo el lustre y entran en decadencia.

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Síntomas de enfermedad

Con el tiempo, los intereses creados a los que aludía Mokyr suelen recuperar su posición y devuelven el golpe. Las elites políticas, económicas e intelectuales basan su poder en ciertas ideas, clases y modos de producción. Si estos cambian de forma demasiado abrupta, los más poderosos intentarán pisar el freno.

Con el declive de una civilización, las elites que antes se beneficiaron de la innovación intentan desbarrancar a los que vienen detrás. Los emperadores romanos tomaron por la fuerza el poder de provincias con gobierno local, y los líderes electos de las repúblicas renacentistas acabaron convirtiendo sus cargos en hereditarios.

Una sociedad dividida tenía menos posibilidades de resistir los ataques de vecinos agresivos que intentaban matar la gallina de los huevos de oro.

Los forasteros pueden matar personas y destruir edificios, pero no la curiosidad y la creatividad; eso solo puede autoinfligirse. Cuando nos sentimos amenazados, anhelamos estabilidad y previsibilidad, y rechazamos todo lo que nos parece extraño o incierto.

Todas las grandes civilizaciones han vivido momentos semejantes a la muerte de Sócrates. Con frecuencia, tras pandemias, desastres naturales o conflictos militares, las sociedades dieron la espalda al intercambio intelectual y aplicaron mano dura a los pensadores exéntricos y las minorías. Los ciudadanos empezaron a dar apoyo a hombres fuertes que imponían controles a la economía y renunciaban a la apertura internacional.

En el Bajo Imperio romano en crisis, los paganos comenzaron a perseguir a los cristianos y, poco después, ocurrió lo opuesto. Con la fragmentación del califato abasí, sus líderes formaron una alianza represiva entre Estado y religión. El Renacimiento tocó fin cuando protestantes y católicos contrarios a la Reforma, enfrentados, establecieron sus propias alianzas Iglesia-Estado para reprimir a disidentes y científicos. Los intelectuales se tornaron discretos; la literatura, introspectiva, y el arte, retrógrado.

Ni siquiera la tolerante República de los Siete Países Bajos Unidos salió indemne. En 1672, cuando Francia e Inglaterra atacaron simultáneamente el país, la población desesperada entregó el poder a un estatúder autoritario y linchó al líder anterior, Johan de Witt, quien fuera el artífice de su edad de oro. Los calvinistas de línea dura asumieron el control y purgaron de pensadores ilustrados las universidades, antes caracterizadas por su dinamismo.

Ocaso y caída

Los tiempos difíciles crean hombres fuertes, y los hombres fuertes generan tiempos todavía más difíciles.

Cuando la libertad de expresión dio paso a la ortodoxia, los mercados libres fueron sustituidos por controles económicos. Ante las dificultades para generar ingresos, los estados menoscabaron los derechos de propiedad y los intercambios comerciales para arramblar con todo lo posible.

Los gobernantes romanos, abasíes y chinos intentaron resolver los problemas de la sociedad refeudalizando sus economías. Los campesinos quedaron atados a la tierra, y las relaciones comerciales se sustituyeron por órdenes. Gastar más de lo que se recaudaba era una señal indicativa del declive de un Estado. Se endeudaban en exceso y devaluaban su moneda, provocando inflación y caos financiero. 

Muchos renunciaron al comercio internacional que tanta riqueza y creatividad les había aportado. En algunos casos, el comercio se hundió porque las carreteras y las rutas marítimas dejaron de ser seguras a causa de las guerras, como en Roma y en tiempos del Renacimiento tardío. En reacción a la apertura de la China de la dinastía Song, la ulterior dinastía Ming prohibió toda clase de comercio exterior, y la militarización de las economías romana y abasí acabó con el comercio.

Estas reacciones minaron la capacidad de adaptación local a las circunstancias cambiantes. El corte de las rutas comerciales erosionó la capacidad económica y tecnológica, y las nuevas ortodoxias obstruyeron el flujo de ideas y soluciones que podría haberles ayudado a gestionar la crisis. Se perdió el espíritu de curiosidad que en su momento engrandeció a estas sociedades.

Estudiar la historia puede hacernos sentir optimistas, pero también resulta aleccionador. El progreso notable puede aparecer de forma inesperada en lugares que cuentan con las instituciones adecuadas, pero para mantenerlas a largo plazo hay que trabajar mucho.

Tucídides, historiador de la antigua Grecia, identificó dos mentalidades opuestas: la de los atenienses, ansiosos por aventurarse en el mundo para adquirir nuevos conocimientos, y la de los espartanos, que cerraron sus puertas al mundo para preservar lo que ya tenían. Solo la primera es compatible con el aprendizaje, la innovación y el crecimiento constantes. Todas las civilizaciones, y seguramente todas las personas, son un poco atenienses y un poco espartanas, pero depende de nosotros decidir cuál se impondrá.

JOHAN NORBERG es historiador de las ideas. Este artículo se basa en su libro más reciente, Peak Human: What We Can Learn from the Rise and Fall of Golden Ages.

Las opiniones expresadas en los artículos y otros materiales pertenecen a los autores; no reflejan necesariamente la política del FMI.