La innovación económica en la era de la inteligencia artificial podría estancarse sin regulaciones que garanticen el acceso a los datos
Google posee una extraordinaria capacidad para adivinar, a partir de consultas mal escritas, lo que los usuarios pretendían teclear en su buscador. Esto se debe a que no adivina: hace unos 20 años, el gigante de Internet entrenó su corrector ortográfico utilizando los errores de escritura que cometían miles de millones de usuarios al realizar búsquedas. Ningún competidor pudo aproximarse a ese nivel de precisión porque ninguno disponía de un caudal similar de datos pertinentes. Hoy, Google concentra nueve de cada diez búsquedas en Internet, al tiempo que afronta nuevas restricciones tras una reciente resolución judicial en materia de competencia.
El uso de datos para innovar, tal como hizo Google, se conoce como “efecto de retroalimentación”. Las grandes empresas tecnológicas son quienes más se benefician de dicho efecto, pues tienen acceso a la mayor cantidad de datos: pueden procesarlos en sus centros de datos, transformarlos en conocimiento y utilizarlos para mejorar sus productos y servicios.
La inteligencia artificial (IA) está acelerando este efecto y ampliando el desequilibrio entre quienes poseen datos y quienes carecen de ellos. El entrenamiento y ajuste de los modelos de IA exige cantidades ingentes de información y una enorme capacidad de cómputo, algo de lo que disponen en abundancia las grandes plataformas de Internet. Y aquello que no poseen pueden adquirirlo gracias a la avalancha de capital que busca invertir en IA.
Las consecuencias en términos de dominio en el mercado son evidentes. Seis grandes empresas tecnológicas —Alphabet (Google), Netflix, Meta, Apple, Amazon y Microsoft— aglutinan casi la mitad del tráfico mundial de Internet. Cuatro de ellas —Alphabet, Microsoft, Meta y Amazon— dominan la capacidad de computación necesaria para la IA.
A medida que un mayor volumen de datos da lugar a mejores productos y servicios, los principales actores atraen a más clientes, lo que genera aún más datos. El efecto de retroalimentación conduce así a una dinámica de concentración del mercado que se refuerza a sí misma y a la que no pueden sumarse los competidores que disponen de menos datos.
Efectos de la concentración
Hace mucho tiempo que los efectos de la concentración preocupan a los economistas. Las economías de escala y alcance sugieren que las empresas de mayor tamaño pueden producir a menor costo que sus competidores más pequeños, lo que les permite aumentar las ventas, dictar los precios y embolsarse los beneficios, como sostuvo Joseph Schumpeter en 1942. La innovación es el mejor antídoto contra la concentración: las mejores ideas dan lugar a productos mejorados o incluso completamente novedosos, algo fundamental para el dinamismo económico.
Sin embargo, cada vez es más difícil para las empresas convencionales desafiar a los actores dominantes de la economía de los datos. Suelen carecer de la capacidad de procesamiento y las competencias técnicas necesarias para ello, pero lo más determinante es la falta de una mentalidad de datos: comprender que su utilización crea valor. Muchas empresas convencionales recopilan datos, pero no los aprovechan lo suficiente: los estudios muestran que al menos el 80% de los datos recopilados en el mundo jamás se emplean. Las empresas que recopilan datos pero no saben cómo utilizarlos ven desvanecerse el valor de sus recursos digitales. Su capacidad de innovación se ve afectada y quedan cada vez más rezagadas con respecto a las empresas más expertas en datos.
La innovación no se estanca únicamente en las empresas convencionales; con el tiempo, también las plataformas de datos dominantes sufren esos efectos. Economistas como Ufuk Akcigit, de la Universidad de Chicago, han demostrado que las compañías suelen perder interés por la innovación cuando alcanzan una posición dominante y, en su lugar, priorizan proteger su cuota de mercado. En ausencia de una competencia robusta, ya no necesitan innovar para mantenerse a la vanguardia; en cambio, pueden debilitar sus productos o servicios y, aun así, conservar una posición dominante, como sostiene Cory Doctorow.
La amenaza que supone la concentración de datos y la consiguiente pérdida de dinamismo económico es lo suficientemente grave como para justificar políticas que traten de impedir —o al menos mitigar— esa deriva. Pero determinar cuál es la intervención más adecuada no es tarea sencilla.
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Regulación de la competencia
Recurrir a la regulación de la competencia y a las normas antimonopolio para dividir las grandes plataformas de datos sirve para abordar los síntomas de la concentración de datos, pero no su causa. Si las autoridades decidieran dividir Meta, por ejemplo, probablemente otra gran plataforma ocuparía su lugar, porque la intervención no altera la dinámica subyacente que premia a quienes pueden acceder y explotar mayores volúmenes de datos.
Del mismo modo, las políticas que otorgan a las personas un mayor control sobre sus datos —como el Reglamento general de protección de datos de la UE— suelen fracasar a la hora de contrarrestar la concentración. Las encuestas muestran que, aunque a muchas personas les preocupa la protección de sus datos personales, son muy pocos quienes ejercen efectivamente su derecho a controlarlos. Esto apunta a un problema de acción colectiva: las personas deben dedicar tiempo a gestionar el acceso a sus datos, pero a cambio solo obtienen beneficios limitados, pese a que existen beneficios colectivos. Cada cual espera que otros actúen, y el resultado es la inacción: las plataformas dominantes continúan utilizando los datos a su antojo.
Asimismo, las políticas que otorgan derechos de propiedad legal o algún derecho de exclusión similar sobre los datos tropiezan con obstáculos semejantes en la práctica. Además, dada la complejidad de los sistemas de licencias, tales políticas pueden incluso reducir el volumen general de datos accesibles, con repercusiones negativas en la innovación. Además, los costos de transacción no se distribuyen de forma equitativa: las complejas negociaciones sobre permisos de uso recaen sobre todo en individuos y pequeñas empresas emergentes, inclinando aún más la balanza en favor de las plataformas de mayor tamaño.
Sin embargo, las regulaciones que imponen obligaciones de acceso a los datos, especialmente a los datos no personales, parecen ofrecer resultados más prometedores. Si están bien diseñadas, pueden reducir los costos de transacción —evitando la negociación de licencias— y ayudar a que las empresas más pequeñas accedan a los datos. Cuando solo se puede extraer valor de los datos mediante su uso —y no acumulándolos— se incentiva a las organizaciones que ya disponen de ellos a utilizarlos y se incita a las empresas más convencionales a convertirse en expertos en datos. Este tipo de regulaciones promueve el uso de los datos —que es lo que falta actualmente— más que su mera recopilación.
Ideación e innovación
La innovación también sale beneficiada. Múltiples actores pueden aplicar sus ideas a los datos, de modo que se recompensa la ideación, y no el acaparamiento de datos. Las obligaciones de acceso a los datos también se ajustan más a los principios económicos de generación de valor: el secreto suele residir en la aplicación inteligente de los datos, o en su uso, más que en su recopilación. Por recurrir a una metáfora de la era industrial, las obligaciones de acceso facilitan la extracción de valor en lugar de la posesión de materias primas.
Las obligaciones de acceso a los datos pueden sonar novedosas, pero no lo son, como mostramos Thomas Ramge y yo en nuestro libro Access Rules, publicado en 2022. Gobiernos de todo el mundo ya están legalmente obligados a proporcionar acceso a enormes volúmenes de datos. El mejor ejemplo son los datos de localización suministrados por el sistema GPS, operado por el ejército estadounidense, y el sistema Galileo de la Unión Europea. La disponibilidad de datos de localización precisos y sin costo alguno no solo ha mejorado la seguridad de los aviones, barcos y automóviles, sino que ha permitido una logística más eficiente y sostenible, y ha originado una industria multimillonaria.
En muchos países, la ley exige a las empresas que publiquen determinados datos, desde resultados financieros hasta información sobre emisiones. En la Unión Europea, las grandes plataformas digitales deben ahora compartir algunos datos con los competidores más pequeños. En Estados Unidos, diversos acuerdos antimonopolio han obligado repetidamente a empresas a conceder acceso a sus datos. Google se vio obligado a hacerlo en el marco de un reciente proceso judicial en materia de competencia. Pero el caso más espectacular (y a menudo pasado por alto) proviene de un acuerdo antimonopolio de la década de 1950 que obligó a AT&T a permitir que las empresas estadounidenses utilizasen gratuitamente sus patentes de transistores. Las empresas emergentes aprovecharon esa oportunidad para diseñar y fabricar circuitos integrados, lo que supuso el inicio de Silicon Valley y la era digital.
En términos más generales, el mecanismo esencial del sistema de patentes en la mayoría de los países se basa en el acceso libre a la información: los titulares gozan del uso exclusivo de su invención solo por un tiempo limitado y únicamente si comparten los detalles técnicos de su invención para que otros puedan aprender de ella.
El valor que los datos pueden generar al impulsar la innovación no hará más que aumentar a medida que el mundo avance hacia una economía plenamente de datos. Lamentablemente, eso también reforzará las dinámicas de concentración, con importantes costos indirectos para la economía en su conjunto. Se han propuesto múltiples intervenciones de política pública, pero las obligaciones de acceso a los datos son, con diferencia, las que ofrecen mayor potencial.
Las opiniones expresadas en los artículos y otros materiales pertenecen a los autores; no reflejan necesariamente la política del FMI.







